7.- Qué desgracia...
A la mañana siguiente, el
primer tren que apareció por Lentejilla paró en la estación a las ocho. De él
bajaron una gallina muy arreglada y sus tres polluelos: Niko, Nilo y Clarín.
Vestían gorros de lana, guantes, abrigos y botas. Mamá gallina arrastraba un
abrigo de plumas moradas y una enorme maleta con ruedas. Los pollos la seguían
en fila. Al pasar junto al banco de hierro de la estación, una de las crías se
quedó mirando la mantita que había en el suelo. Su hermano, que venía detrás,
chocó con él sin remedio.
—Vamos. Nilo, no te detengas.
Nilo levantó su alita y
señaló debajo del banco, como diciendo ¡mira
eso!, Y mamá gallina intervino
enseguida:
—Cuidado, no os acerquéis. Hay cristales
en el suelo.
Por uno de los lados de la
mantita asomaba algo parecido a la cola de un lagarto; de manera que, con
precaución, mamá gallina levantó el paño y observó que efectivamente allí
debajo había un pequeño y viejo lagarto que no se movía.
—¡Pobrecito, pobrecito! —dijeron los
polluelos a coro.
Mamá gallina sacó su
teléfono móvil y llamó al servicio de ambulancias:
—Sí, es un lagarto. Tiene los ojos
cerrados y creo que no respira.
Al momento aparecieron dos
gruesas culebras que traían una camilla, y que se abrieron paso entre las
crías.
—A ver, chiquitines, poneos a un lado.
Los polluelos se escondieron
detrás de mamá gallina y observaron piquiabiertos cómo los camilleros
intentaban reanimar a Baldobino. Le hicieron masajes y le pusieron oxígeno, aunque Baldobino seguía sin moverse. Uno de los enfermeros
sacó una inyección y le pinchó en una de las patas. Baldobino, al instante,
abrió los ojos.
—¿Está usted bien? —preguntó el
sanitario.
—Sí —contestó Baldobino—.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Por qué tengo tanto frío?
—No se apure. Díganos ¿cómo se llama, y
qué ha ocurrido?
Baldobino todavía necesitó
un buen rato para recomponerse antes de decir su nombre y recordar qué hacía en
aquella estación el día de Navidad.
Ya lo recuerdo. Venían
borrachos… Esos gamberros lo destrozaron todo. Y la tomaron con el reloj.
Miren, ahí está, todo roto. Tenemos que llevarlo al hospital enseguida —dijo
Baldobino con lágrimas en los ojos.
—No se preocupe, veremos qué se puede
hacer —contestaron los enfermeros.
Descolgaron el reloj de la
pared y lo metieron en la ambulancia, junto a Baldobino. También recogieron su
maleta, que por suerte no había sufrido ningún daño.
Antes de irse, los
enfermeros dieron las gracias a mamá gallina y a sus pollos por preocuparse de
aquel pobre lagarto; que de otra forma hubiera muerto de frío.
El hospital no es un
buen sitio para celebrar la Navidad; pero Baldobino necesitaba que lo viera el
médico, había pasado la noche en la estación con esas temperaturas tan frías y
sin comer nada.
—Oiga, yo estoy bien —dijo Baldobino—, a
quien tiene usted que ver es a mi amigo el reloj.
La doctora, una libélula con
gafas y bata blanca, se acercó al reloj, le sopló un poco y le dijo a la
enfermera que lo cubriera con una venda.
—Debe permanecer así cuarenta y ocho
horas. Después habrá que repararlo.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Baldobino inquieto.
—No podemos asegurarle nada, señor —contestó la facultativa—.Vamos con usted, ha estado
a punto de congelarse. Le aplicaremos ungüento de Yedra, y tomará
dos cucharadas de raíz de rábano picante para entrar en calor.
Ya por la tarde, Baldobino
parecía totalmente recuperado, de manera que la doctora habló con él y le dio
el alta.
—Puede usted volver a casa cuando quiera.
Y para que no tenga que cargar con la maleta y el reloj, le brindamos nuestro
servicio de ambulancias especiales que los llevarán hasta donde usted vive —informó la doctora.
—Muchísimas gracias —dijo Baldobino, y se acomodó en la parte trasera
del vehículo para acompañar a su amigo el reloj en el trayecto.
Continuará...
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