Lo de volverme imperturbable es lo que más me gusta trabajarme.
¡Cómo cambia todo!
Ayer, por ejemplo, preparé un arroz con marisco para Aroa y para
mí: sus almejitas, sus gambitas, sus calamaritos, su pez de limoncito…, hasta
unas alcachofitas le eché. Todo guisado con amor y consciencia. Pues, viene la
niña del instituto a las tres y cuarto de la tarde, lo prueba y dice: —Este
arroz no me gusta.
¿¿¿Quéeeee??? Con el arroz en su punto, ni frío ni que queme, en
el platito de flores y con el cubierto reluciente. Agggggg!!!!!Eso es
lo que hubiera dicho en otro nivel de consciencia. Le habría chillado, le
habría obligado a comérselo o habría llamado a su madre (por ese orden). Pero
no, porque todo eso formaría parte de mi ego, de lo que me dijeron que había
que hacer si el niño desprecia la comida, pero todo eso son programas
impostados, porque la cosa no va por ahí. Mi ego no se va a alterar por eso,
porque yo tampoco me como lo que no me gusta y no me grito ni llamo a mi madre.
No, hija, no. La imperturbabilidad te da una paz que yo digo que está fuera de
este mundo. Y no es conformarse o resignarse, es solo eso: no perturbarse POR
NA-DA.
—Entonces, ¿qué quieres comer? —pregunté. Ella dijo que huevos con
patatas. Ya ven, ponle amor a la cocina que ya vendrán los huevos con patatas
para desmontártelo todo. Pues, hala, ahí van los fritos, que te aprovechen. Y me
quedé tan pancha. Sí, que se los tendría que haber preparado ella, pero eso ya
me lo estoy trabajando como siguiente asignatura.
El arroz se quedó
en el plato, y para no escucharlo protestar, le coloqué otro plato encima y lo
metí en la nevera. Que no, que no, que el alterarse por lo que ocurre o no
ocurre lo único que propicia es que sigan ocurriendo cosas que me perturben
hasta que apruebe (y yo no quiero dejar nada para septiembre).
Mercedes Alfaya.
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