Ayer estuve hablando con una amiga; una de esas personas con las que sientes que
todo está bien, que puedes ser tú misma, que te comprende y te acepta, además
de que, aunque nos veamos poco, siempre está ahí, con los brazos abiertos. Le comentaba que,
a veces, la gente hace cosas que me duelen: algo así como si me reventaran el
dedo meñique del pie cuando menos lo espero. Y que, con la vida de ajetreo que
llevamos, pues ni siquiera me da tiempo a calibrar el daño. Y me digo: ¡Huy,
cómo me ha dolido esto…, ya miraré la herida luego! Y me voy a regar las flores
de mi terraza a ver si pasa. Pero no. Y lo peor es que cuando te dan punzadas
en el pie, las plantas no se riegan con el mismo ánimo. Me siento en una silla
y miro: «¡Joder!, si me han dejado el metatarsiano hecho puré». Me voy al
botiquín y me aplico una cura de urgencia. Pero vamos, que me quedo coja para,
por lo menos una semana (o más).
Le digo
a mi amiga, que yo no culpo a nadie del daño que me causa, que la única
culpable soy yo por andar sin zapatos donde no debo. Y añado: «Mañana mismo me
compro unas botas con puntera de hierro». Y ella se ríe de mis ejemplos y me
dice que soy muy rica. Y yo la miro y pienso: qué bien, que haya personas con
las que se pueda andar descalza sin temor a que te espachurren el pie.
Mercedes Alfaya
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