jueves, 2 de junio de 2022

EL TEATRO DE LAS VANIDADES

               Dice mi amiga que, si quieres revisar cómo va tu ego, te asomes a tu facebook. ¡¡¡Ufff!! Es verdad. A ver si cuento lo que quiero contar con precisión y certeza, mientras dejo a mi ego en la ventana.

Situación: Yo, mi cuerpo, mi alma, mi espíritu y mi ego (que también cuenta para que yo sepa dónde estoy en cada momento) viajamos en tren de cercanías. ¿Dirección?: Fuengirola. Next Stop: Fuengirola (como dice la voz en “off” para que los extranjeros sepan las estaciones, que aquí todavía creemos que vivimos del turismo). En fin, a lo que voy, que me enrollo como las alfombras en verano. En uno de los asientos de mi izquierda, al otro lado del pasillo, un “guiri”: rubio, unos 50 años, delgado, piernas largas, mochila a la espalda y una botella de cerveza de litro y medio en el asiento contiguo (trago va, trago viene). El seguridad, que viaja a la caza y captura de que se cumplan las normas (pero, ¡¡¿qué normas?!! ¡A ver si os aclaráis, que lo que se prohibía ayer, ya se puede hoy, y viceversa!).

En fin, seguimos (que con las elucubraciones creemos que vamos a arreglar el mundo…), que llega el vigilante y le llama la atención al “guiri”. El tipo obedece, encoge las piernas y coloca las plantas de los zapatos en el suelo del tren. El guardia le pregunta si la botella es de cristal, porque, de ser así, necesita guardarla en su mochila. Y es en ese momento cuando el tipo se encrespa, se baja la mascarilla y le lanza improperios y quejas en su idioma: Puchiclá- pechule- rocdirevi- maluki, buchina, ruku… (escribo esto porque no me enteré de nada; es más, cuando me preguntan si yo domino el inglés, contesto: “si es más chico que yo, lo inflo”).

El prenda se mosqueó y parece que dijo que la botella era de plástico y que dejara ya de molestarlo. El seguridad, que hizo cursos de Habilidades Sociales (o debió hacerlos) para no entrar en el juego y el ego de los usuarios, con tono pausado y firme, le vuelve a repetir las normas y sigue con la rutina.

Un minuto después, el borrachín reocupa el asiento de enfrente con los pies encima (zapatos incluidos), mete la boca en la botella y ¡glubs, glubs!, venga alcohol para el hígado.

Hasta aquí, bien; bueno, todo lo bien que se presenta una situación que no sé por qué a mí me llamó la atención y me sacó de mi deleite en el paisaje: el mar de fondo, la vegetación, edificios, estaciones, hoteles y todo este escenario divino y humano con el que disfruto cuando viajo en tren de cercanías.

El caso es que algo no me encajaba en la escena (digo “escena” porque ya se sabe que todo lo que ocurre a nuestro alrededor es puro teatro, y la gente que nos rodea, puros actores; cada cual en su papel con la finalidad de que aprendamos algo. Pero como  todavía hay quien ignora esto, yo lo expongo así, tal y como lo viví desde mi butaca de espectador). Repito: a mí había algo que no me encajaba, y no me refiero a la movida del tipo que pretendía hacerse notar (ya sé que eso viene de la infancia, que no le echaban cuentas, que le prohibían cosas, que, en definitiva, le impedían ser él mismo y, ahora, de adulto, lo manifiesta llamando la atención). No, no era eso. Tampoco se trataba de que se estuviera envenenando a las diez de la mañana con un litro y medio de cerveza, él sabrá cómo quiere tratar su vehículo, su cuerpo, el saco de carne con el que tiene que moverse en esta densidad. No, tampoco era eso. ¿Qué era entonces lo que no encajaba? Porque a mí me llamó la atención, cuando tendría que haber seguido a mi rollo, relajada y tranquila. Claro que, una vez puestos, ya quería saber qué era lo que no encajaba en la escena. ¿Qué era?... ¿Qué era?... ¡Pling! (bombillita sobre la cabeza). ¡Eureka!, (como dijo Arquímedes), lo descubrí.

 Lo que parecía estar fuera de la escena era la mujer. ¿Qué mujer? La que permanecía sentada frente al tipo de marras sin opinar, sin inmiscuirse en nada, escuchando todo lo que balbuceaba el tipejo como una esfinge en el desierto. “Bla-bla- bla, bla-bla-bla” y ¡pimba!, agarraba la botella y para dentro, restregaba la manga de la sudadera por el morro y seguí charlando: monótono, apagado, denso cual riachuelo de lodo en mitad del asfalto. La mujer en su pose, acartonada y estricta, sin rictus ni mueca, con la expresión justa como para no confundirla con un muerto.

Ya me estoy acercando al final, esperen…

El tren se detiene en la estación de los Boliches y yo pienso: mejor me bajo aquí y me voy hasta Fuengirola andando. Y va el tipo y la mujer y también se bajan ahí. Salgo de la estación, me olvido del tipejo borrachín y de la mujer cartón, y me dejo llevar por la siguiente escena: transeúntes, barecitos, cafeterías, tiendas, sol, luz…  Y es cuando escucho un grito, una queja, un alarido. Me doy la vuelta y veo al tipejo agarrándose la pierna de dolor delante de un pivote ancho de hierro. Que el universo me perdone, pero lo que pensé fue: “Que te den”. Y la escena vuelve a sorprenderme: la mujer lo mira sin inmutarse, se coloca las gafas de sol y como si no fuera con ella, se aleja dejando al tipo mal trecho allí tirado.

¿Se imaginan todo lo que pasó por mi cabeza en ese momento?: “Esta mujer es una extraterrestre que aterrizó por aquí para darle al tipo su merecido”. Pues no. No era eso precisamente. Le di vueltas al asunto y llegué a la conclusión de que esas dos personas venían a recordarme algo, quizás traían a mi presente un pasado sin resolver. ¿Quién, que yo recuerde, no se alteraba por nada? Y, ¿quién se alteraba por todo? Evidente que eso me queda pendiente de analizar, de otro modo, la escena  habría brillado por su ausencia.

¡Qué interesante! Seguiré indagando… (en mí).

 

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