Yo esto de “confía” me lo digo mucho. También lo comparto en
ocasiones, cuando entiendo que alguien anda con desesperación porque las cosas
no le salen como quería o porque su vida se ha torcido en algún tramo.
La verdad es que “confía” es una palabra poderosa, hay quienes la escuchan
sin más, quienes la tienen en cuenta a ratos y quienes no te mandan al cuerno porque
queda feo. También —y aquí viene lo mejor— los hay que, además de oírla y tenerla en cuenta, la llevan a la práctica; o sea, confían de verdad.
Y es ahora, después de la afirmación, cuando vendría la gran pregunta:
Confiar, sí, ¿en qué?, ¿en quién? La respuesta más sencilla sería: confiar en
la vida. Claro que yo me pregunto: ¿Qué sabrá la vida de lo que a mí me
interesa, de lo que necesito, de lo que quiero que se resuelva, de lo que
anhelo, de lo que me haría feliz…? ¡Ni que la vida fuera Dios! ¿Dios?, otra
gran pregunta, mejor dicho, la pregunta de las preguntas, la meta-pregunta.
(Meta = más allá.
Meta-pregunta = más allá de la pregunta).
¿Eeeh? ¿Ehhh? ¿Hhhee? Ufff, Yo, cuando me enredo en estas
cuestiones trascendentales es que me temo, porque, lo mismo te resuelvo un jeroglífico
egipcio que me embobo en la espiral de Fibonacci y sus arcos concéntricos.
A lo que voy… Que la vida no puede ser Dios y saberlo todo sobre
mí. Entonces, Dios, el Creador, el Sabelotodo, el Poderoso (llámalo como
quieras) tiene que morar dentro de mí, ¿no? A esto llego por deducción.
Un momento, voy a mirar...
Estoy buceando en mi interior a ver si consigo aclararme. Ya pasé entre
las costillas, los pulmones, el corazón…, y, mientras inspecciono el resto, en
lugar de anuncios publicitarios que ya saturan mucho, les dejo algo, —por
cierto, nada interesante—, sobre la construcción de la Torre Eiffel:
«La construcción de la Torre Eiffel comenzó el 28 de enero de
1887, y tuvo una duración de 2 años, 2 meses y 5 días, con la colaboración de
unos 300 trabajadores, 50 de ellos ingenieros y diseñadores. El motivo de su
construcción fue La Exposición Universal de 1889 en París».
¡Ya volví!
Acabo de verme por dentro. Vaya mogollón de venas, arterias,
órganos, huesos…, todo a flote y en su sitio. Y, lo mejor fue que descubrí algo
insólito. Aquí, adentro, tenemos algo que no sabría definir muy bien. No es Dios,
no. Tampoco es el alma, no. Se trata de algo mucho más poderoso que todo eso, y
es en lo que habría que confiar sin ningún tipo de duda. Ese algo es el
Espíritu que, como no sabemos que está ahí y que es en el que deberíamos
confiar, lo tenemos de brazos cruzados, dormido, vago. Así pues, cuando nos
digan: «¡Confía!», lo que deberíamos hacer es alinearnos con ese nuestro
Espíritu interior que es el que de verdad sabe lo que nos conviene. ¿Que, cómo
se hace eso de alinearnos con el Espíritu? Si todavía no lo has descubierto, ya
te llegará la respuesta. Mientras tanto, cada vez que algo te perturbe, te
desestabilice, te acongoje, te desmotive… ¡Confía! (o, si no me crees, tienes la otra opción: entretenerte con los anuncios o con la Torre Eiffel).
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