domingo, 23 de febrero de 2025

SECRET


Hola. Este mensaje es solo para ti, nadie más lo leerá, por mucho que aparezca en esta entrada pública.

Quería felicitarte por tus avances, por tus logros, por lo mucho que haces por los demás, por lo que te esfuerzas.  Nada es tan importante como el que creas en ti. Sé que tienes momentos solitarios en los que parece que el mundo se apaga, pero enseguida remontas; tienes coraje y valentía para ello.

Estás a punto de saber quién eres en realidad, porque no pensarás que tu paso por este planeta se va a limitar a esto que llaman nacer –crecer- reproducirse y morir. Tú eres un Ser de Luz, por eso estás leyendo este mensaje que lo confirma. Has de saber que eso que quieres y deseas se va a cumplir muy pronto, no tengas ninguna duda. Solo tienes que pensar que es posible y lo será.

Lo pasado, el dolor y las noches en vela formaron parte del carrete de tu vida y resultaron necesarios para tu avance. Ahora, sonríe, respira, suelta y déjate llevar. Toca vivir lo positivo.

Bendiciones.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

13.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 13.- Ranita y final



Ha pasado un tiempo y queremos saber qué ha ocurrido con los personajes de esta historia. Miremos por este agujerito 0.

¡Vaya! ahí está nuestro reloj custodiado por tres jabalíes. Parece que el castigo a los gamberros fue que todas las navidades de sus vidas debían pasarlas en la estación, cuidando del reloj al que agredieron, sin moverse de su lado; solo para hacer pipí o caca.   

En ese otro lugar vemos a la rana Lucrecia, que ha cambiado de coche. Ahora pilota un deportivo rosa, que el fantasma Sigifredo convirtió en coche volador. De manera que ahí la tienes, junto a Baldobino, en plena noche, viajando por el cielo, encima de un alfombrado de luces procedentes de los edificios y las casas del vecindario, con destino a cualquier parte del mundo donde toque acompañar a un reloj de estación en Navidad, o protegerlo de cualquier fechoría. Llevan bufandas de colores para regalar a los relojes a los que les dé tiempo a visitar.

Y como en los cuentos puede ocurrir de todo, ahí viene Lucrecia a recogernos. Dice que, como es Navidad, nos dará un paseíto por la galaxia y nos llevará a saludar a nuestro amigo el reloj. Yo me subo ahora mismo. ¿Y tú, te apuntas?...


-. FIIIIN.-

 


12.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 

12.- Los pequeños del barrio ayudan al reloj


 

Desde ese momento, los pequeños del barrio acudían a casa de Baldobino todas las tardes para ayudar al reloj a encontrar las horas.

—¿Y esta... qué hora es? —preguntaba Baldobino moviendo las agujas hacia uno y otro lado para que el reloj recordara mientras los peques le daban pistas.

—¡Las sieeeete!... —contestaban los peques.

—¿Y ahora?

—¡Las dos y cuaaaaaaarto!...

Así, entre juegos, meriendas, risas y alboroto, el reloj recuperó su memoria y aprendió a dar las horas con soltura. Desde luego, no hay que olvidar que contó con ayuda importante: la de su padre, la de Baldobino, la de los pequeños del barrio y la del muñeco de nieve, que un día se cansó de hacer de estatua en la puerta y se coló en la casa para colaborar con el juego de las horas.

A principios de otoño, cuando las hojas de los árboles se caen de sueño y el viento las mece entre sus brazos, los vecinos, abrigaditos y contentos, acudieron a casa de Baldobino para despedir al reloj, ya totalmente recuperado. Por la mañana, su padre le había preguntado si quería volver a casa, a la estación o quedarse a vivir con un lagarto tan bondadoso y excelente como Baldobino. El reloj dijo que tenía un trabajo importante que hacer y que volvería a la estación de Lentejilla. Al padre del reloj le pareció muy bien, y dijo que él le visitaría a menudo y le contaría historias.

La fiesta, a la que acudió todo el barrio, duró hasta la madrugada. El reloj dio las gracias al vecindario, y sobre todo a Baldobino, que se portó como un amigo al que se le daba muy bien cuidar de los relojes, y se despidió de todo el mundo para marcharse con su padre, que lo devolvería a la estación de Lentejilla, su lugar de trabajo.

Ante la marcha del reloj, nuestro amigo Baldobino se quedó muy triste. Por un lado, se alegraba de que el reloj volviera a la estación. Por otro, lo echaba de menos. De manera que se volcó en los libros. Leía, leía y leía..., por las mañanas, por las tardes y por las noches; los sábados, los domingos y los festivos. Leía para relajarse, para matar el tiempo, para sentirse acompañado, para viajar por el mundo a través de las historias, para soñar. Leía para no aburrirse, para sorprenderse, para emocionarse y porque los libros lo mantenían jovial y contento.

Nuestra historia podría terminar aquí, con Baldobino sentado en su mecedora nueva, leyendo el cuento de Hansel y Gretel o el de Charlie y la fábrica de chocolate; el reloj llamado Reloj charlando con los trenes en la estación de Lentejilla; las fichas de ajedrez sacudiendo moscas en medio de una siestecita veraniega y el muñeco de nieve (que era mágico) nadando en la piscina de la urbanización ante el cariñoso aplauso del vecindario.

Sin embargo, necesitamos saber qué hubo de verdad y de mentira en la historia del fantasma Sigifredo y la rana Lucrecia; qué pinta el muñeco de nieve en esta historia y qué pasó con los desalmados que destrozaron la estación y casi terminan con la vida y el trabajo del reloj.

Veamos...  -o-o

*        *       *

 

Volvió el invierno; otro invierno.

Baldobino ya no odiaba las navidades, ni le molestaba el frío o que los peques le ensuciaran las ventanas. Además, ahora, la navidad le traía buenos recuerdos. Podía imaginar al reloj en la estación despidiendo a los trenes e inventando historias para cuando regresaran de sus viajes. También se lo imaginaba con su bufanda de pelito y su gorro de lana. Nuestro viejo lagarto, por fin, era feliz. Feliz porque aquella historia que vivió junto al reloj le hizo valorar la amistad, la ternura, la solidaridad, la compañía y la magia del amigo de la niñez que quiso darle las gracias concediéndole un deseo.

Baldobino estaba tan contento con todo esto que, ese año, por Navidad, fabricó un bonito árbol con tela y alambres y lo decoró con bolitas de papel de  colores. En ello estaba cuando se escuchó un rugido en la calle que hizo saltar alguna de las bombillas que adornaban el árbol.

“¡Brumn! ¡Brumn!”.

—¡Es Lucrecia! —exclamó Baldobino, que ya conocía la manera de entrar en escena de aquella croa-rana con pestañas de abanico y automóvil rosa.

—¡Eeeh, Baldobino! A ver qué le parece la croa-noticia que le traigo —gritó la rana mientras le lanzaba un periódico desde su automóvil.

—¡Son ellos! —gritó Baldobino al ver la fotografía de los tres jabalíes en primera página. La noticia decía que dos gorilas-policías acababan de detener a unos gamberros que se dedicaban a destrozar todo lo que encontraban a su paso en el pueblo de Lentejilla. Baldobino suspiró de satisfacción y lloró de alegría. Aquella era una noticia excelente.

“¡Brumn! ¡Brumn!”.

—¡Un momento, Lucrecia! No se vaya —gritó Baldobino desde la puerta—. Usted parece una rana extraña, pero lo que ahora me interesa saber es qué había de verdad y de mentira en lo que me contó sobre el fantasma de Fredo.

—¿Y para qué quiere usted saber eso ahora? —preguntó la rana.

—Para darle las gracias por salvar a mi amigo el reloj.

—Pues hágalo cuando quiera —contestó Lucrecia, colocándose un pañuelo rosa en la cabeza para no despeinarse en cuanto pisara el acelerador de su coche descapotable.

¡Brumn! ¡Brumn!”.

—¡Espere! ¡Espere! Por favor, por favor, explíqueme..., ¿dónde puedo encontrar a Fredo?

—Ay, Baldobino, sigue usted tan ciego como siempre. El croa-fantasma de mi croa-jefe piensa quedarse con usted mucho tiempo, de manera que, si se da la vuelta, lo verá.

—¿Qué me dé la vuelta?... Pero si aquí no hay nadie... Bueno, está el muñeco de nieve… AaaaaaaHHHH ¿No me diga? ¿Fredo es el muñeco de nieve?

Qué bien que ´Fredo´, el muñeco de nieve, haya decidido quedarse a su lado, Baldobino. Usted se lo merece, por ser tan generoso ya desde pequeño y por emplear su deseo en ayudar al reloj —Se oyó decir sin que sepamos de dónde vino la voz.

Todavía, sin embargo, quedaba asistir al final de la historia. ¡Uy! Yo no me lo pierdo.


Continuará...


 

11.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 11.- ¡Un milagro!

 



Fue a principios de primavera, cuando los almendros ofrecen su manto de florecillas traviesas y las nubes se acicalan con sus mejores trajes. Baldobino, distraído con otro de los libros con los que acompañaba al reloj, esta vez el titulado: Viaje al centro de la tierra, escuchó decir:

—¿Puedes repetir la parte donde los elefantes atraviesan la chimenea del volcán apagado?

—Claro que sí —contestó Baldobino, sin percatarse de que se había cumplido su deseo y era el reloj quien hablaba—. ¿Eh? ¿Un milagro? Sí, ha sido ¡un milagr0oo! —gritaba Baldobino desde la puerta—. ¡Vengan todos!

Y el vecindario al completo acudió a casa de Baldobino para celebrarlo.

El muñeco de nieve —que al ser mágico había soportado bien el paso del invierno a la primavera— también se alegró con la noticia.

Aquel día, los habitantes del barrio prepararon una fiesta con la que demostrar su cariño, tanto a Baldobino como a su amigo el reloj. Llevaron todo tipo de bebidas, dulces, flores, frutas y aperitivos. También prepararon una tinaja con zumo de calabaza, orégano y menta (ufff, qué asco, menos mal que esto es un cuento, porque no veas qué mezcla tan rara...).

El reloj ya podía hablar, la promesa del fantasma de Sigifredo a Baldobino se había cumplido. Sin embargo, todavía quedaba un laaargo camino por recorrer. Al día siguiente de producirse el milagro, Baldobino descubrió algo que le dio mucha pena. Debido a los golpes recibidos, al reloj le costaba dar las horas, las manillas se movían de manera torpe e imprecisa, pasando de unas horas a otras sin que el segundero avanzara, o moviendo la aguja pequeña hacia atrás en lugar de hacia adelante. Baldobino se preocupó pensando que el reloj ya nunca volvería a ser el mismo. ¿Qué haría entonces? Un reloj que no funciona parece que no sirve para nada, o, en todo caso, se queda de decoración en la salita de estar de alguna casa ñoña. Ufff, eso no podía ocurrir.

El reloj llamado Reloj tenía que reponerse como fuera. Incluso si tuviera que llevarlo al país de los relojes, que estaría más allá de la Conchinchina, lo llevaría. Gastaría su tiempo y su dinero en lo que hiciera falta. El reloj se merecía todo lo que él pudiera ofrecerle. Le había tomado cariño y quería luchar por su recuperación. Por eso, Baldobino empleó tiempo y dinero en consultar con los mejores especialistas en relojes para ver si le podían ayudar. También publicó anuncios en los periódicos y colocó carteles por todas partes ofreciendo recompensas a quienes tuvieran algún remedio que sanara a su amigo. Cientos de relojeros acudieron a la llamada con la esperanza de poder solucionar la pérdida de memoria que impedía al reloj dar las horas y recordar quién era. Ninguno consiguió gran cosa.

Ya le habían añadido la aguja que faltaba, colocado el cristal de la esfera y ajustado la maquinaria interna; pero el reloj seguía en cama sin saber que era un reloj.

 

Un día que andaba Baldobino atareado en ordenar la biblioteca que había reunido en su casa, escuchó llamar a la puerta.

«¡Din-Don!»

Al otro lado encontró a un señor con gafas y maletín que dijo llamarse Miguel y que, al final, se confirmó que era el padre del reloj.

—¡Qué suerte hemos tenido, don Miguel! —exclamó Baldobino con ojos de globo.

—¿Dónde está? —preguntó inquieto el hombre.

Baldobino, después de contarle lo ocurrido, lo acompañó al dormitorio.

Miguel se sentó al borde de la cama, miró al reloj y comprendió que este no le había reconocido. Enseguida abrió su maletín y le pidió a Baldobino que por favor saliera de la habitación y cerrara la puerta, mientras él se encargaba de todo.

¡¡¡Crakkkquekk!!! Se crujió los dedos, se colocó sus gafas de relojero, sacó sus herramientas y le guiñó al reloj como diciendo: «tranquilo, todo irá bien».

 

Un par de horas más tarde, la puerta del dormitorio se abrió y Baldobino corrió a preguntar qué tal fue todo. Miguel, el padre del reloj, lo tranquilizó, aunque lo había pasado mal mientras lo reparaba, porque el reloj no recordaba nada, ni siquiera quién era su padre. Le explicó que ya tenía todas las piezas en su sitio, lo que indicaba que poco a poco iría recuperándose y recobrando esa precisión necesaria para su trabajo.

—Que descanse unos días y luego que empiece a dar las horas.

—No se preocupe, don Miguel, así será.




10.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 10.- El sueño del reloj

 




Aquellas navidades, nuestro viejo lagarto se encontró con un montón de sorpresas que no esperaba; como ese amigo de la infancia convertido en fantasma o el caso del reloj que ahora descansaba en su cama. Y para colmo, delante de su casa apareció un muñeco de nieve que desprendía colores y guiñaba un oj-.

Baldobino se acercó al reloj que descansaba sobre su cama y le comentó bajito: —No te apures, yo cuidaré de ti. —Y se puso a deshacer la maleta que traía del viaje a Lentejilla. El tablero y las fichas de ajedrez volvieron al mueble y el trofeo de fútbol a la última balda de la estantería del salón. El resto de sus cosas también ocuparon su sitio. ¿Y la bufanda…? ¿Qué había sido de la bufanda que Baldobino compró para regalar el anfitrión?…

Sin duda, ya que la bufanda se había quedado sin dueño, lo mejor sería buscarle un nuevo destinatario. Abrió la puerta y se la colocó al muñeco de nieve que había fabricado Lucrecia delante de su casa.

—Muchas gracias —escuchó decir.

Y como Baldobino ya creía en la magia, contestó: «De nada».

Ahora lo importante era el reloj. En el hospital aconsejaron que no le retirara la venda hasta pasados dos días. Mientras tanto, nuestro viejo lagarto colocó un sillón y una mesa junto a la cama donde descansaba el reloj, abrió una botellita de vino llamado: Cueva de la espera y se echó una copita para brindar por el deseo que pronto le concedería el fantasma de su amigo Fredo y que no era otro que la pronta recuperación de su amigo el reloj. Ya veis, Baldobino renunció al dinero, a volver a ser joven y a todas aquellas cosas materiales que podía haber conseguido, con tal de recuperar a su amigo el reloj. Tener un amigo es el mejor regalo que nos puede brindar la vida. Claro que ha de ser un amigo, amigo, de esos que sabes que te van a defender si hablan mal de ti sin que estés delante, y de los que incluso compartirían contigo su piruleta, su refresco o las palomitas en el cine. También es un buen amigo el que pide un deseo para ti, cuando podría pedirlo para él,

Después de tomar su vinito, Baldobino se fue a uno de los cajones de la cómoda y sacó una llave pequeña con la que se dirigió al mueble del salón: había llegado el momento de desempolvar los tesoros que heredó de su padre, el Gran lagarto, y que no eran otros que un montón de libros. ¡Qué bien! Parece que Baldobino está a punto de aficionarse a la lectura. Esto no hay quien se lo pierda...

Así, sin buscar mucho, el viejo lagarto eligió un libro al azar.

—¡Mmmm!, este parece interesante —se dijo. ¡Claro que lo era! Sin duda. Se trataba, nada más y nada menos, que de uno de los mejores libros del fantástico escritor Julio Verne, el titulado: Veinte mil leguas de viaje submarino, con el capitán Nemo, el submarino Nautilus y todos los monstruos marinos que escondía la historia.

Baldobino, con su libro recién descubierto, tomó asiento junto al reloj y comenzó a leer en voz alta mientras esperaba a que llegara el milagro de la recuperación.

«¿Por qué los deseos tardarán tanto en cumplirse?».

Los vecinos, que ya se habían enterado de que Baldobino estaba de vuelta, se acercaron a visitarlo para que les contara qué tal fue su aventura en Lentejilla. Y cuando nuestro lagarto les relató lo ocurrido, ni se podían creer todo lo que el pobre Baldobino había tenido que soportar en aquella estación. Le dieron ánimos y se ofrecieron para lo que él y su amigo el reloj necesitaran.

 —Muchas, gracias. Muchas gracias... —decía Baldobino con lágrimas en los ojos. Unas lágrimas que, por primera vez, no eran de soledad sino de emoción y agradecimiento. Para evitar que le tomaran por loco, lo que hizo Baldobino fue abstenerse de comentar nada sobre el fantasma Sigifredo; su  croa-secreto.

—Vaya, Baldobino, lo mal que lo habrá pasado —dijo Rogelio, el camaleón con flequillo blanco y bigote—. Vendremos a visitarte de vez en cuando.

Baldobino dio las gracias y acompañó a sus vecinos y vecinas hasta la puerta.

La verdad es que todo cambia cuando perdemos el mal humor y nos abrimos a los demás. Ahora Baldobino se sentía acompañado y eso representaba un lujo para él. Y todo porque aquel día se acercó al bar, decidió comentar con los vecinos sus cosillas y fue amable, en vez de pasarse el día gruñendo y amenazando a los pequeñines del barrio.

Una vez que todo quedó en silencio, Baldobino tomó asiento junto a la cama donde descansaba el reloj y, a pesar de que este seguía sin hacer nada, prosiguió con la lectura para que su amigo escuchara las historias escondidas en aquellos libros fantásticos que guardaba en casa.


Continuará...



domingo, 22 de diciembre de 2024

9.-. BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

  

9.- La rana Lucrecia



Lucrecia le contó a Baldobino que Sigifredo —Fredo para los amigos—, cuya familia siempre fue muy pobre, nunca olvidó el día en el que Baldobino, en el recreo del colegio, se desprendió de su bocadillo para regalárselo a él. Por eso, ya de mayor, lo buscó para darle las gracias. El destino, sin embargo, hizo que Sigifredo, con el tiempo, se hiciera rico. Sin embargo, el destino también hizo que muriera de un atracón de moscas el mismo día en el que habría de recoger a Baldobino en la estación.

—Claro que —prosiguió Lucrecia—, esa misma noche mi croa-jefe se presentó en mi croa-casa con un croa-recado para usted.

—Pero ¿no se había muerto?

—¡Claaaaro! ¿Es que usted no cree en los croa-fantasmas buenos?

—¿Croa-Fantasmas?

—Calle y escuche —prosiguió Lucrecia—. Mi croa-jefe, convertido en un croa-fantasma desde anoche, me ha pedido que venga y le comunique que, como no pudo llevarlo a su casa por lo buen amigo que fue con él en la infancia, ha decidido utilizar sus croa-poderes en el otro mundo y concederle un croa-deseo.

—A ver si he comprendido bien esto, señora rana. Dice usted que Sigifredo y yo fuimos juntos al colegio; que su familia era muy pobre; que yo, un día, le regalé mi bocadillo en el recreo y que, por ese motivo, Sigifredo, que de mayor ha ganado mucho dinero, se acordó de mí y quiso invitarme a su casa en Lentejilla a pasar la Nochebuena. Y que no pudo recogerme en la estación porque murió ese mismo día de un atracón de moscas. Entonces se presentó en su casa, convertido en fantasma, para entregarle el deseo que usted me ha traído y que él me quiere regalar.

—Así es, señor croa-lagarto.

—Y con respecto a ese deseo, ¿puedo pedir cualquier cosa? ¿Lo que quiera?

—Sí, tontín. Lo que quiera. Dígame. ¿Le gustaría hacerse rico?... ¿Famoso?... ¿Recuperar su croa-juventud?... ¿Nadar en el desierto?... ¿Viajar al croa-espacio?... ¿Volar?… Diga, diga, que me quiero ir ya.

Después de pasar la Nochebuena en una estación de tren, conversar con el reloj, salir ileso de las gamberradas de unos borrachos y volver a su pueblo en ambulancia, cualquier cosa que ocurriera en la vida de Baldobino le parecería de lo más normal; incluso el hecho de que un fantasma le concediera deseos.

—Veamos —dijo Baldobino, y levantó los ojos intentando buscar eso que su amigo ´Fredo ´estaba dispuesto a concederle: ¿Recuperar mi juventud…? ¿Olvidarme de las arrugas…? ¿Sentirme guapo…? ¿Que las chicas suspiren por mí todo el rato…? Ufff ¡Cualquiera de esos deseos sería perfecto!

Lucrecia, entre tanto, apoyada en el quicio de la puerta, miraba a Baldobino con el rabillo del ojo.

De pronto, nuestro lagarto exclamó: —¡Lo tengo! Ya sé cuál es el deseo que pediré a Sigifredo.

La rana Lucrecia mojó el lápiz en saliva y anotó el deseo que Baldobino le acababa de confiar. Volvió a guardar su libreta en el bolso y añadió:

—Muy bien. Esta misma croa-noche, cuando vuelva el croa-fantasma de mi croa-jefe, le paso la croa-nota. Encantada de haberle conocido, Baldobino.
 

Antes de cruzar la calle y buscar su auto, Lucrecia removió la nieve con una especie de lápiz plateado que sacó del bolso y esta se iluminó. Del suelo brotaron unas bandas rojas, amarillas y azules formando una espiral que giró y giró hasta volverse blanca. La luz se posó de nuevo en el suelo y apareció una escultura. Lucrecia le marcó los ojos, la nariz y una sonrisa muy chula:

—Ahí tiene, Baldobino, su croa-muñeco de nieve. —Subió al coche y puso en marcha el motor, que producía un ruido espectacular:

«¡Baanm! ¡Baanm! Ñiiiiick…».

—¡¡¡Hasta pronto, guapetón!!! —gritó Lucrecia. Y desapareció envuelta en el mismo misterio con el que se había presentado en casa de Baldobino.


8.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 

8.- Baldobino en casa



 

El humo de las chimeneas vecinas, las luces artificiales y el olor a castañas asadas consiguieron que Baldobino se alegrara de volver a su barrio; del que solo había faltado un día, pero que le pareció un siglo.

La ambulancia se detuvo en la puerta y los camilleros transportaron al reloj hasta el dormitorio de Baldobino. Lo depositaron en la cama y listo.

Muchas gracias. Que tengan buen viaje dijo Baldobino.

Habrían transcurrido unos minutos cuando se oyó llamar a la puerta.

¡Va! ¡Ya va! ¡Un momento! gritó nuestro lagarto, imaginando que sería el conductor de la ambulancia que habría olvidado algo. Sin embargo, allí estaba ella, delante de la puerta, con su abrigo rosa de lentejuelas, el sombrero de plumas rosa, guantes de lana rosa y un bolso forrado de piedrecitas de colores.

¿Qué desea? preguntó Baldobino.

Hola, guapetón. Me llamo Lucrecia y llevo todo el croa-día esperándole.

Desde luego, Baldobino no había visto una rana tan extravagante en su vida.

¿Me esperaba a mí? se extrañó Baldobino.

Sí, croa-viejo. Pensé que al llegar a la croa-estación de Lentejilla, y no encontrar a nadie, usted volvería a su croa-casa enseguida. Por eso, esta misma mañana, tomé mi croa-auto y me vine para acá. Como usted no ha llegado hasta ahora, tuve que esperar todo este croa-tiempo.

Estuve en el hospital... Pero... ¿qué significa eso de que al no ver a nadie en la estación se vino para acá? ¿Es usted quien me envió esa carta en la que me invitaba a su pueblo para luego dejarme plantado en la estación? preguntó Baldobino con un poco de mal genio.

¿Por qué será que nadie espera a que los demás terminen de hablar antes de sacar sus propias croa-conclusiones? Ande, déjeme que le cuente... Verá, la croa-carta no la escribí yo, la escribió mi croa-jefe. Él me ha enviado a pedirle disculpas por no presentarse ayer a recogerlo en la croa-estación de lentejilla a la hora prevista.

—¿Disculpas? —gruñó Baldobino—. ¿Usted sabe el frío que he pasado y todo lo que he tenido que soportar?... Además ¿quién diablos es su jefe?

—Tenga. A ver qué le parece esto —dijo Lucrecia mientras le entregaba a Baldobino una fotografía antigua—. ¿Lo ve? Ese es mi croa-jefe, Sigifredo, Fredo para los amigos. Y este es usted. Aquí son pequeñitos y están en el croa-colegio. Ahora le voy a contar por qué mi jefe le escribió aquella croa-carta donde le invitaba a pasar la nochebuena con él; y por qué no acudió a la croa-cita y por qué me ha enviado hasta aquí para hablar con usted —dijo Lucrecia—.Antes, le voy a rogar que me dé un poco de agua, soy una croa-rana ¿sabe?


Continuará...

 

7.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 7.- Qué desgracia...


 

A la mañana siguiente, el primer tren que apareció por Lentejilla paró en la estación a las ocho. De él bajaron una gallina muy arreglada y sus tres polluelos: Niko, Nilo y Clarín. Vestían gorros de lana, guantes, abrigos y botas. Mamá gallina arrastraba un abrigo de plumas moradas y una enorme maleta con ruedas. Los pollos la seguían en fila. Al pasar junto al banco de hierro de la estación, una de las crías se quedó mirando la mantita que había en el suelo. Su hermano, que venía detrás, chocó con él sin remedio.

Vamos. Nilo, no te detengas.

Nilo levantó su alita y señaló debajo del banco, como diciendo ¡mira eso!, Y mamá gallina intervino enseguida:

Cuidado, no os acerquéis. Hay cristales en el suelo.

Por uno de los lados de la mantita asomaba algo parecido a la cola de un lagarto; de manera que, con precaución, mamá gallina levantó el paño y observó que efectivamente allí debajo había un pequeño y viejo lagarto que no se movía.

¡Pobrecito, pobrecito! —dijeron los polluelos a coro.

Mamá gallina sacó su teléfono móvil y llamó al servicio de ambulancias:

Sí, es un lagarto. Tiene los ojos cerrados y creo que no respira.

Al momento aparecieron dos gruesas culebras que traían una camilla, y que se abrieron paso entre las crías.

A ver, chiquitines, poneos a un lado.

Los polluelos se escondieron detrás de mamá gallina y observaron piquiabiertos cómo los camilleros intentaban reanimar a Baldobino. Le hicieron masajes y le pusieron oxígeno, aunque Baldobino seguía sin moverse. Uno de los enfermeros sacó una inyección y le pinchó en una de las patas. Baldobino, al instante, abrió los ojos.

¿Está usted bien? —preguntó el sanitario.

—Sí —contestó Baldobino—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Por qué tengo tanto frío?

No se apure. Díganos ¿cómo se llama, y qué ha ocurrido?

Baldobino todavía necesitó un buen rato para recomponerse antes de decir su nombre y recordar qué hacía en aquella estación el día de Navidad.

Ya lo recuerdo. Venían borrachos… Esos gamberros lo destrozaron todo. Y la tomaron con el reloj. Miren, ahí está, todo roto. Tenemos que llevarlo al hospital enseguida —dijo Baldobino con lágrimas en los ojos.

No se preocupe, veremos qué se puede hacer —contestaron los enfermeros.

Descolgaron el reloj de la pared y lo metieron en la ambulancia, junto a Baldobino. También recogieron su maleta, que por suerte no había sufrido ningún daño.

Antes de irse, los enfermeros dieron las gracias a mamá gallina y a sus pollos por preocuparse de aquel pobre lagarto; que de otra forma hubiera muerto de frío.

El hospital no es un buen sitio para celebrar la Navidad; pero Baldobino necesitaba que lo viera el médico, había pasado la noche en la estación con esas temperaturas tan frías y sin comer nada.

Oiga, yo estoy bien —dijo Baldobino—, a quien tiene usted que ver es a mi amigo el reloj.

La doctora, una libélula con gafas y bata blanca, se acercó al reloj, le sopló un poco y le dijo a la enfermera que lo cubriera con una venda.

Debe permanecer así cuarenta y ocho horas. Después habrá que repararlo.

¿Se pondrá bien? —preguntó Baldobino inquieto.

No podemos asegurarle nada, señor —contestó la facultativa—.Vamos con usted, ha estado a punto de congelarse. Le aplicaremos ungüento de Yedra, y tomará dos cucharadas de raíz de rábano picante para entrar en calor.

 

Ya por la tarde, Baldobino parecía totalmente recuperado, de manera que la doctora habló con él y le dio el alta.

Puede usted volver a casa cuando quiera. Y para que no tenga que cargar con la maleta y el reloj, le brindamos nuestro servicio de ambulancias especiales que los llevarán hasta donde usted vive —informó la doctora.

Muchísimas gracias —dijo Baldobino, y se acomodó en la parte trasera del vehículo para acompañar a su amigo el reloj en el trayecto.

Continuará...


jueves, 19 de diciembre de 2024

6.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 

6.- El secreto



 

—¿De verdad quiere escuchar lo que ocurrió? Nunca he hablado de ello.

—Claro que quiero. Vamos, empiece cuanto antes.

—Verá —comenzó el reloj—, mi padre es un prestigioso relojero. Se llama Miguel. Yo vivía con él y con mis hermanos en la tienda de relojes y éramos muy felices. Cada día, cuando se levantaba la persiana y entraba la luz del día a través de los cristales, todos nos queríamos un poquito más, ya que no sabíamos cuánto tiempo seguiríamos estando juntos antes de que apareciera un cliente a por alguno de nosotros. Una tarde se presentaron allí dos señores con abrigos negros y chisteras. Querían un reloj de pared que diera las horas con formalidad y no se despistara ni un segundo en su trabajo.

«Necesitamos el mejor reloj colgante que tenga. Es para la estación de tren de nuestro pueblo. Queremos que los trenes circulen con precisión y se guíen por él» dijeron.

—Mi padre les comentó que cualquier reloj de los que allí se exponía podría servir, porque todos marcaban las horas con precisión. «Aunque, si vuelven mañana, yo pasaré la noche ajustando la maquinaria de algunos relojes y comprobando cuál de ellos encaja mejor con lo que ustedes necesitan ¿Qué les parece?» —propuso mi padre. En realidad, lo que él pretendía era que le dieran tiempo y prepararme a mí para esa estación y para el futuro que me esperaba lejos de él y del resto de mi familia.

»Aquella noche, en la tienda, mi padre cocinó una tortilla de espinacas en una hornilla que guardaba en el cuartito del fondo, extrajo de la alacena uno de sus mejores vinos, levantó la copa y dijo: «Por tu futuro, mi pequeño gran tesoro». Aunque yo no pude brindar con él, soy un reloj.

—Claro, claro —dijo Baldobino, para que el reloj supiera que seguía la historia con interés.

»Terminada la cena, mi padre se lavó las manos, recogió todas las migas de pan esparcidas por el mantel y sacó un paño de terciopelo rojo que extendió sobre la mesa. —Ven aquí dijo mientras me colocaba con cuidado sobre aquel lienzo tan especial—. Antes de que tú y yo nos separemos, te voy a desvelar un secreto. —Y entonces me lo contó...

—¡Siga, siga! Qué interesante… —dijo Baldobino. Y la nieve, a la que también le gustaban los secretos, escaló un poco más hasta subirse en el banco donde descansaba nuestro viejo lagarto.

—Mi padre me recordó que el tiempo, esa magnitud física que permite ordenar los sucesos y establecer un pasado, un presente y un futuro, vive en los relojes; por eso mi trabajo es tan importante, y añadió: «Ahora te contaré el secreto que quiero compartir contigo y que se llama: Mejor que nadie. Verás, todos tenemos una habilidad única, algo que se nos da muy bien, nos gusta mucho y con lo que pasaríamos el día sin enterarnos. El secreto consiste en descubrir qué es eso que se nos da tan bien, perfeccionarlo y disfrutar hasta que se convierta en lo que tú sabes haces ¡mejor que nadie!...».

—¡Ay!, qué interesante —exclamó Baldobino.

El reloj contó a Baldobino que, aquella noche, a pesar de todo lo que su padre compartió con él y lo mucho que confiaba en su destreza, lo pasó muy mal, porque sentía miedo a lo desconocido y no quería separarse de su familia. Claro que, cuando aquellos señores lo colocaron en las paredes de la estación de Lentejilla, el reloj descubrió que, sin duda, dar las horas y contar historias era lo que él hacía «mejor que nadie».

─Por eso, desde aquel día, para no aburrirme, invento cuentos que luego comparto con las nubes viajeras, los trenes de paso, los mosquitos y los pájaros.

Baldobino, que desde que bajó del tren no había comido nada, empezó a notar un ruidillo extraño en la barriga, algo así como si tuviera una banda de músicos dentro: ♫,RkfTr, ♫ ♫, Rftr,krKftr, ♪.

—Oiga, señor Reloj, su historia me parece muy bonita e interesante. Espere un momento, voy a la máquina a comprar algo. ¿Le apetecen unas patatitas, un refresquito...?

—No, no. Muchas gracias —contestó el reloj.

Mientras se dirigía a por los aperitivos, Baldobino trató de averiguar qué sería eso que a él se le daba mejor que a nadie… ¿Arreglar el techo de la cocina?... ¿Jugar al ajedrez sin hacer trampas?... ¿Saltar a la pata coja?... A ver..., a ver...

De repente, en el silencio de la noche, se escucharon voces. Venían de la otra parte de la estación. Eran tres jabalíes borrachos que cruzaban las vías del tren en la oscuridad. Traían linternas, hacían payasadas y soltaban muchas palabrotas. Baldobino corrió a esconderse mientras observaba las barbaridades con las que se divertían los gamberros. Primero la tomaron con la máquina de los refrescos, a la que estuvieron dando patadas hasta que dejó de funcionar. Luego arrancaron la papelera de su sitio y la lanzaron a las vías del tren. Suerte que estaba oscuro y a él no lo vieron, porque Baldobino se sentía realmente asustado.

Al momento, se oyó un gran golpe, unas carcajadas y un montón de cristales rotos que caían al suelo.

«¡Ay! ¡El reloj!»... —pensó Baldobino.

En efecto, aquellos gamberros acababan de emprenderla con el reloj, que ahora se veía con la luna rota, las agujas dislocadas y algunos cables y muelles fuera de su sitio.

Baldobino, sin moverse, emitió un pequeño rugido mientras apretaba los ojos con fuerza. «¡Pobre reloj! Si me hubiera quedado con él, igual podría haberlo salvado...».

Allí, escondido, esperó Baldobino a que los malhechores se fueran, sin dejar de sollozar:

—¡No es justo!... ¡Pobrecito!... ¡No es justooo!...