12.- Los pequeños del barrio ayudan al reloj
Desde ese momento, los
pequeños del barrio acudían a casa de Baldobino todas las tardes para ayudar al
reloj a encontrar las horas.
—¿Y esta... qué hora es?
—preguntaba Baldobino moviendo las agujas hacia uno y otro lado para que el
reloj recordara mientras los peques le daban pistas.
—¡Las sieeeete!...
—contestaban los peques.
—¿Y ahora?
—¡Las dos y cuaaaaaaarto!...
Así, entre juegos,
meriendas, risas y alboroto, el reloj recuperó su memoria y aprendió a dar las
horas con soltura. Desde luego, no hay que olvidar que contó con ayuda importante:
la de su padre, la de Baldobino, la de los pequeños del barrio y la del muñeco
de nieve, que un día se cansó de hacer de estatua en la
puerta y se coló en la casa para colaborar con el juego de las horas.
A principios de otoño, cuando
las hojas de los árboles se caen de sueño y el viento las mece entre sus
brazos, los vecinos, abrigaditos y contentos, acudieron a casa de Baldobino
para despedir al reloj, ya totalmente recuperado. Por la mañana, su padre le
había preguntado si quería volver a casa, a la estación o quedarse a vivir con un
lagarto tan bondadoso y excelente como Baldobino. El reloj dijo que tenía un
trabajo importante que hacer y que volvería a la estación de Lentejilla. Al
padre del reloj le pareció muy bien, y dijo que él le visitaría a menudo y le contaría
historias.
La fiesta, a la que acudió
todo el barrio, duró hasta la madrugada. El reloj dio las gracias al
vecindario, y sobre todo a Baldobino, que se portó como un amigo al que se le
daba muy bien cuidar de los relojes, y se despidió de todo el mundo para
marcharse con su padre, que lo devolvería a la estación de Lentejilla, su lugar
de trabajo.
Ante la marcha del reloj,
nuestro amigo Baldobino se quedó muy triste. Por un lado, se alegraba de que el
reloj volviera a la estación. Por otro, lo echaba de menos. De manera que se
volcó en los libros. Leía, leía y leía...,
por las mañanas, por las tardes y por las noches; los sábados, los domingos y
los festivos. Leía para relajarse, para matar el tiempo, para sentirse
acompañado, para viajar por el mundo a través de las historias, para soñar.
Leía para no aburrirse, para sorprenderse, para emocionarse y porque los libros
lo mantenían jovial y contento.
Nuestra historia podría
terminar aquí, con Baldobino sentado en su mecedora nueva, leyendo el cuento de Hansel y Gretel o el de Charlie y la fábrica de chocolate; el reloj llamado Reloj charlando con los trenes en la
estación de Lentejilla; las fichas de ajedrez sacudiendo moscas en medio de una
siestecita veraniega y el muñeco de nieve (que era mágico) nadando en la
piscina de la urbanización ante el cariñoso aplauso del vecindario.
Sin embargo, necesitamos
saber qué hubo de verdad y de mentira en la historia del fantasma Sigifredo y la rana Lucrecia; qué pinta el muñeco de nieve en esta historia y qué pasó
con los desalmados que destrozaron la estación y casi terminan con la vida y el
trabajo del reloj.
Veamos... -o-o
*
* *
Volvió el invierno; otro invierno.
Baldobino ya no odiaba las
navidades, ni le molestaba el frío o que los peques le ensuciaran las ventanas.
Además, ahora, la navidad le traía buenos recuerdos. Podía imaginar al reloj en
la estación despidiendo a los trenes e inventando historias para cuando
regresaran de sus viajes. También se lo imaginaba con su bufanda de pelito y su
gorro de lana. Nuestro viejo lagarto, por fin, era feliz. Feliz porque aquella
historia que vivió junto al reloj le hizo valorar la amistad, la ternura, la
solidaridad, la compañía y la magia del amigo de la niñez que quiso darle las
gracias concediéndole un deseo.
Baldobino estaba tan
contento con todo esto que, ese año, por Navidad, fabricó un bonito árbol con
tela y alambres y lo decoró con bolitas de papel de colores. En ello estaba cuando se escuchó un
rugido en la calle que hizo saltar alguna de las bombillas que adornaban el
árbol.
“¡Brumn! ¡Brumn!”.
—¡Es Lucrecia! —exclamó
Baldobino, que ya conocía la manera de entrar en escena de aquella croa-rana
con pestañas de abanico y automóvil rosa.
—¡Eeeh, Baldobino! A
ver qué le parece la croa-noticia que le traigo —gritó la rana mientras le lanzaba un
periódico desde su automóvil.
—¡Son ellos! —gritó
Baldobino al ver la fotografía de los tres jabalíes en primera página. La
noticia decía que dos gorilas-policías acababan de detener a unos gamberros que
se dedicaban a destrozar todo lo que encontraban a su paso en el pueblo de
Lentejilla. Baldobino suspiró de satisfacción y lloró de alegría. Aquella era
una noticia excelente.
“¡Brumn! ¡Brumn!”.
—¡Un momento, Lucrecia! No
se vaya —gritó Baldobino desde la puerta—. Usted parece una rana extraña, pero
lo que ahora me interesa saber es qué había de verdad y de mentira en lo que me
contó sobre el fantasma de Fredo.
—¿Y para qué quiere usted
saber eso ahora? —preguntó la rana.
—Para darle las gracias por
salvar a mi amigo el reloj.
—Pues hágalo cuando quiera
—contestó Lucrecia, colocándose un pañuelo rosa en la cabeza para no
despeinarse en cuanto pisara el acelerador de su coche descapotable.
“¡Brumn! ¡Brumn!”.
—¡Espere! ¡Espere! Por favor, por favor, explíqueme..., ¿dónde
puedo encontrar a Fredo?
—Ay, Baldobino, sigue usted
tan ciego como siempre. El croa-fantasma de mi croa-jefe piensa quedarse con usted mucho tiempo, de manera que, si se da la vuelta, lo verá.
—¿Qué me dé la vuelta?...
Pero si aquí no hay nadie... Bueno, está el muñeco de nieve… AaaaaaaHHHH ¿No me
diga? ¿Fredo es el muñeco de
nieve?
—Qué bien que ´Fredo´, el muñeco de nieve, haya decidido quedarse a su
lado, Baldobino. Usted se lo merece, por ser tan generoso ya desde pequeño y
por emplear su deseo en ayudar al reloj —Se oyó decir sin que sepamos de
dónde vino la voz.
Todavía, sin
embargo, quedaba asistir al final de la historia. ¡Uy! Yo no me lo pierdo.
Continuará...
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