2.- La carta
—¡Abra,
Baldobino!. ¡Carta para usted! —Era Lina, la golondrina, que ya debería haber
emigrado a un lugar más cálido; pero que tuvo que trabajar horas extras para el
departamento de Correos debido a la gran cantidad de material que se acumulaba
en las fiestas.
Afuera nevaba sin parar y
los empleados del ayuntamiento despejaban el hielo de la calzada con unas
máquinas enormes. Otros operarios, con escobas y palas, se ocupaban de las
aceras. Por desgracia, la operación limpieza se llevó por delante el muñeco de
nieve que habían fabricado los peques el día anterior.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—¡Baldobino! Si no abre la puerta
inmediatamente me moriré de frío y me tendrá que recoger con una pala —gritaba
Lina tiritando de frío. Baldobino
emitió un gruñido y soltó en el lavabo el cepillo de dientes con tanto genio que
casi lo parte por la mitad.
─¡Uy, uy, uy, qué dolor! ─se lamentó el palo de
plástico con mango y pelitos en un extremo.
La puerta se abrió y allí
estaba Lina con sus ojillos de ciruela y su bufandita gris:
—Tenga, Baldobino, firme
aquí…; aquí…, y aquí. Rápido, que me
estoy helando.
—Debe de ser un error
—advirtió Baldobino—. Yo no conozco a nadie que me quiera enviar
una carta.
—Oiga, cabezota, no me haga
perder más tiempo. Mire, aquí lo dice bien claro:
D.
Baldobino Regulón Babilla.
C/
Hierbamora, 3.
1212
El Gazpachillo.
—Sí, sí, soy yo, y es mi
dirección. Vale, vale, traiga, que le firmo.
Lina le entregó la carta a
Baldobino, amarró bien la bolsa, se colocó el bolígrafo en el pico y se
despidió: —Hasta Mron-to, Mal-mo-mino. ¡Memices Miestas!
Nuestro lagarto entró en
casa sin dejar de mirar aquel trozo de papel plegado que traía sus datos y que,
sin embargo, nada decía del remitente. Qué raro...
Ya en la cocina, Baldobino
buscó sus gafas de alambre, arrastró una silla y se sentó junto a la ventana.
Miró la carta por un lado…, por otro…, y pensó: «¿Será para pedirme dinero...?,
los hay que no quieren trabajar. Quita, quita, yo no abro la carta por si acaso».
Y lanzó el sobre a la otra punta de la mesa. «¿Y si fuera una de esas rifas en
las que te informan de que has ganado una moto y luego lo que pretenden es
venderte una aspiradora? No, no. No te puedes fiar de nadie...». Se levantó
pensativo y se puso a dar vueltas por la cocina. Una vuelta, dos, tres, cuatro…
Se detuvo en seco, respiró profundo y dijo:
—Venga, salgamos ya de dudas. —Y agarró la carta con decisión.
“¡Ras!”
“¡Ras!” Rasgó el sobre y
dentro encontró algo que no esperaba. Allí se veía un billete de tren junto a
una cuartilla escrita que decía:
«Baldobino, si le
apetece pasar la noche de Nochebuena en mi casa, le espero mañana en la
estación de Lentejilla, mi pueblo, a las seis en punto de la tarde». |
Ya está. Eso es lo que decía
la nota. Sin nombre, sin pistas, sin nada de nada. Un billete de tren y una
nota, ¿era todo? Sí, era todo.
—¿Ehh? —protestó Baldobino—. ¿Quién me mandará esto? ¿Y dónde carajos
está Lentejilla? —se preguntó extrañado.
Por curiosidad —y porque
tenía un mapa que le regalaron con un periódico—, Baldobino abrió el cajón del
mueble, lo sacó y lo extendió sobre la mesa. Miró en la lista ordenada de todos
los lugares que allí aparecían y buscó: Lentejilla… Lentejilla… Lente… ¡Aquí
está! ¡Lentejilla! Y comprobó que su pueblo y ese
otro de Lentejilla quedaban a unos doscientos kilómetros de distancia, lo que
significaba que el viaje, si se decidía a emprenderlo, se le haría muy corto. «¿Por
qué no…?», se dijo. Si alguien había sido tan amable como para invitarlo a su
casa en Nochebuena, ¿qué más daba quién fuera?, había que ir.
Enseguida se colocó su
chaquetón de borrego sintético, su gorro antinieve, sus botas y sus guantes.
Abrió la puerta de casa y se fue de compras.
En los almacenes «Dinosaurus-Modas», encontró Baldobino algo para regalar
al anfitrión o la anfitriona. Se trataba de una bufanda de rayitas rojas,
blancas y azules que le gustó mucho. Le pidió al empleado que se la envolviera
en papel de campanas y volvió a casa tan contento:
«Navidad, ♫♫♪ navidad, ♫♪ dulce navidad…».
Baldobino ya no gruñía por
el frío ni le importaba que los pequeños lanzaran bolas de nieve a su ventana;
tampoco le afectó que la tabla del techo de la cocina se hubiera desplomado
sobre la mesa. Ahora, lo primordial era ocuparse del viaje y preparar la
maleta.
Por la tarde, y cuando ya lo
tenía todo listo, Baldobino decidió acercarse al bar de «Pepeconcha» y
compartir la noticia con los vecinos y las vecinas que tomaban allí su
aperitivo y que se alegraron mucho al verlo.
—¿Y dices que no sabes quién
te ha enviado esa carta? —preguntó Rogelio, un camaleón de flequillo blanco y
bigote.
—Pues no, no lo sé. Igual es
una persona rica, que vive en una mansión con criados y todo, pero que se
siente sola y quiere estar acompañado. Vete tú a saber...
—Oye, Baldobino, hay que
tener cuidado con esas cosas; yo no me fiaría mucho —advirtió Clodina, una rinoceronta madurita y sensata, que en ese momento
degustaba un pincho de césped.
—Baah, no hay nada que
temer. Ya soy mayorcito je, je —contestó nuestro lagarto quitándole importancia
al asunto.
Al terminar la velada, y como Baldobino había pasado un ratito muy agradable, le dijo al camarero que él pagaba la cuenta de todo. Y se fue derechito a casa pensando que compartir las pequeñas alegrías con los demás es como inflar un globo que se vuelve cada vez más entrañable y divertido.
Continuará...
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