jueves, 19 de diciembre de 2024

5.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA



5.- 
¡Imposible!



 

—¡Imposible!” —dijo Baldobino—, los relojes de estación no hablan.

—Pues los lagartos tampoco —contestó el reloj. Y se quedó allí arriba, colgado en la pared, mirando el cielo como si le importara un pimiento lo que ocurriera a su alrededor.

—Perdone, perdone. No quería ofenderle —se disculpó Baldobino—. Es Nochebuena y yo tendría que estar en mi casa, calentito, jugando una partidita de ajedrez conmigo mismo y tomando mis tronchos de coliflor a la pimienta, están para chuparse una garra. Sin embargo, míreme. Y sacó su pañuelo para sonarse la nariz: ¡Hrrrfff! ¡Hrf! ¡Hrf!—. ¿A usted nunca lo han dejado tirado en la estación?

—Yo me quedo solo en la estación todas las Nochebuenas.

¡Cachys!, es verdad… —entendió Baldobino—. ¿Y usted no llora?  

—¿Llorar? ¿Para qué? Ocuparme de las horas todo el tiempo es mi trabajo —aclaró el reloj—. Además, la máquina de los refrescos también se queda sola; y la papelera…

—¡Cierto, cierto! dijo Baldobino, y añadió—: Ni siquiera me he presentado. Soy un lagarto, y me llamo Baldobino.

—Encantado de conocerle. Yo soy un reloj y me llamo Reloj.

—¿Usted no tiene nombre? —preguntó Baldobino inclinando la cabeza hacia un lado.

—Claro. Ya se lo he dicho, me llamo «Reloj».

—Pero todos los relojes son un reloj, como todos los lagartos somos lagartos. Sin embargo, se necesita un nombre propio que nos distinga y con el que los demás se puedan dirigir a nosotros.

—Pues eso. Yo me llamo Reloj para que no me confundan con la papelera que se llama Papelera, o con el tren que se llama Tren.

—Ah, bien —contestó Baldobino, pensando que aquel era un reloj muy extraño.

—¿Y quién dice usted que tenía que recogerle aquí? —se interesó el reloj.

—La verdad es que no lo sé.

—Ah, ¿ni siquiera lo sabe? —preguntó el reloj pensando que aquel era un lagarto muy raro—. ¿Y qué quiere hacer?

—Tendré que buscar un sitio donde pasar la noche. ¿Usted sabe de algún hotelito barato?

—Ni idea —dijo el reloj—. Yo lo único que conozco de este pueblo es la estación. Desde que llegué, nunca me he movido de aquí.

—Qué aburrido, ¿no? —dijo Baldobino.

—¿Aburrido? Qué va —contestó el reloj—. Uno solamente se aburre si no usa la imaginación. A mí fue lo que me salvó.

—¿Le salvó? ¿De qué?  —preguntó Baldobino intrigado.

—No quiero hablar de eso. Es una historia muy triste —contestó el reloj.

—Pues me gustaría escuchar esa historia, aunque sea muy triste. Total, no tengo nada que hacer en las próximas horas.

—¿De veras le interesaría saber cómo y por qué llegué a esta estación?

Baldobino sacó una mantita de su maleta, se tumbó en el banco y se tapó:

—¡Vamos! Empiece.

—Pues verá... —titubeó el reloj.

Y la nieve, acumulada junto al andén, se fue acercando poco a poco al banco donde descansaba Baldobino para no perderse ni una letra de aquella historia.


Continuará...

 

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