5.- ¡Imposible!
—¡Imposible!” —dijo
Baldobino—, los relojes de
estación no hablan.
—Pues los lagartos tampoco
—contestó el reloj. Y se quedó allí arriba, colgado en la pared, mirando el
cielo como si le importara un pimiento lo que ocurriera a su alrededor.
—Perdone, perdone. No quería
ofenderle —se disculpó Baldobino—. Es Nochebuena y yo tendría que estar en mi
casa, calentito, jugando una partidita de ajedrez conmigo mismo y tomando mis
tronchos de coliflor a la pimienta, están para chuparse una garra. Sin embargo,
míreme. —Y sacó su pañuelo
para sonarse la nariz: ¡Hrrrfff! ¡Hrf! ¡Hrf!—. ¿A usted nunca lo han dejado tirado en la estación?
—Yo me quedo solo en la
estación todas las Nochebuenas.
—¡Cachys!, es verdad… —entendió
Baldobino—. ¿Y usted no llora?
—¿Llorar? ¿Para qué?
Ocuparme de las horas todo el tiempo es mi trabajo —aclaró el reloj—. Además,
la máquina de los refrescos también se queda sola; y la papelera…
—¡Cierto, cierto! —dijo Baldobino, y añadió—: Ni siquiera
me he presentado. Soy un lagarto, y me llamo Baldobino.
—Encantado de conocerle. Yo
soy un reloj y me llamo Reloj.
—¿Usted no tiene nombre?
—preguntó Baldobino inclinando la cabeza hacia un lado.
—Claro. Ya se lo he dicho,
me llamo «Reloj».
—Pero todos los relojes son
un reloj, como todos los lagartos somos lagartos. Sin embargo, se necesita un
nombre propio que nos distinga y con el que los demás se puedan dirigir a
nosotros.
—Pues eso. Yo me llamo Reloj para que no me confundan con la papelera que se llama Papelera, o con el tren que se llama Tren.
—Ah, bien —contestó
Baldobino, pensando que aquel era un reloj muy extraño.
—¿Y quién dice usted que
tenía que recogerle aquí? —se interesó el reloj.
—La verdad es que no lo sé.
—Ah, ¿ni siquiera lo sabe?
—preguntó el reloj pensando que aquel era un lagarto muy raro—. ¿Y qué quiere
hacer?
—Tendré que buscar un sitio
donde pasar la noche. ¿Usted sabe de algún hotelito barato?
—Ni idea —dijo el reloj—. Yo
lo único que conozco de este pueblo es la estación. Desde que llegué, nunca me
he movido de aquí.
—Qué aburrido, ¿no? —dijo
Baldobino.
—¿Aburrido? Qué va —contestó
el reloj—. Uno solamente se aburre si no usa la imaginación. A mí fue lo que me
salvó.
—¿Le salvó? ¿De qué? —preguntó Baldobino intrigado.
—No quiero hablar de eso. Es
una historia muy triste —contestó el reloj.
—Pues me gustaría escuchar
esa historia, aunque sea muy triste. Total, no tengo nada que hacer en las
próximas horas.
—¿De veras le interesaría
saber cómo y por qué llegué a esta estación?
Baldobino sacó una mantita de su maleta, se tumbó en el banco y se tapó:
—¡Vamos! Empiece.
—Pues verá... —titubeó el
reloj.
Y la nieve, acumulada junto
al andén, se fue acercando poco a poco al banco donde descansaba Baldobino para
no perderse ni una letra de aquella historia.
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