11.- ¡Un milagro!
Fue a principios de primavera, cuando los almendros ofrecen su manto de
florecillas traviesas y las nubes se acicalan con sus
mejores trajes. Baldobino, distraído con otro de los libros con los que
acompañaba al reloj, esta vez el titulado:
Viaje al centro de la tierra, escuchó decir:
—¿Puedes repetir la parte donde los elefantes atraviesan la chimenea del
volcán apagado?
—Claro que sí —contestó Baldobino, sin percatarse de que se había
cumplido su deseo y era el reloj quien hablaba—. ¿Eh? ¿Un milagro? Sí,
ha sido ¡un milagr0oo! —gritaba Baldobino desde la
puerta—. ¡Vengan todos!
Y el vecindario al completo acudió a casa de Baldobino para celebrarlo.
El muñeco de nieve —que al ser mágico había soportado bien el paso del
invierno a la primavera— también se alegró con la noticia.
Aquel día, los habitantes del barrio prepararon una fiesta con la que
demostrar su cariño, tanto a Baldobino como a su amigo el reloj. Llevaron todo
tipo de bebidas, dulces, flores, frutas y aperitivos. También prepararon una
tinaja con zumo de calabaza, orégano y menta (ufff, qué asco,
menos mal que esto es un cuento, porque no veas qué mezcla tan rara...).
El reloj ya podía hablar, la promesa del fantasma de Sigifredo a
Baldobino se había cumplido. Sin embargo, todavía quedaba un laaargo camino por recorrer. Al día siguiente de producirse el milagro,
Baldobino descubrió algo que le dio
mucha pena. Debido a los golpes recibidos,
al reloj le costaba dar las horas, las manillas se movían de manera torpe e
imprecisa, pasando de unas horas a otras sin que el segundero avanzara, o
moviendo la aguja pequeña hacia atrás en lugar de hacia adelante. Baldobino se
preocupó pensando que el reloj ya nunca volvería a ser el mismo. ¿Qué haría
entonces? Un reloj que no funciona parece que no sirve para nada, o, en todo
caso, se queda de decoración en la salita de estar de alguna casa ñoña. Ufff,
eso no podía ocurrir.
El reloj llamado Reloj tenía que reponerse como fuera. Incluso si
tuviera que llevarlo al país de los relojes, que estaría más allá de la Conchinchina,
lo llevaría. Gastaría su tiempo y su dinero en lo que hiciera falta. El reloj
se merecía todo lo que él pudiera ofrecerle. Le había tomado cariño y quería
luchar por su recuperación. Por eso, Baldobino empleó tiempo y dinero en
consultar con los mejores especialistas en relojes para ver si le podían
ayudar. También publicó anuncios en los periódicos y colocó carteles por todas
partes ofreciendo recompensas a quienes tuvieran algún remedio que sanara a su
amigo. Cientos de relojeros acudieron a la llamada con la esperanza de poder
solucionar la pérdida de memoria que impedía al reloj dar las horas y recordar
quién era. Ninguno consiguió gran cosa.
Ya le habían añadido la aguja que faltaba, colocado el cristal de la esfera y ajustado la maquinaria
interna; pero el reloj seguía en cama sin saber que era un reloj.
Un día que andaba Baldobino atareado en ordenar la biblioteca que había
reunido en su casa, escuchó llamar a la puerta.
«¡Din-Don!»
Al otro lado encontró a un señor con gafas y maletín que dijo llamarse
Miguel y que, al final, se confirmó que era el padre del reloj.
—¡Qué suerte hemos tenido, don Miguel! —exclamó Baldobino con ojos de globo.
—¿Dónde está? —preguntó inquieto el hombre.
Baldobino, después de contarle lo ocurrido, lo acompañó al dormitorio.
Miguel se sentó al borde de la cama, miró al reloj y comprendió que este
no le había reconocido. Enseguida abrió su maletín y le pidió a Baldobino que
por favor saliera de la habitación y cerrara la puerta, mientras él se
encargaba de todo.
¡¡¡Crakkkquekk!!! Se crujió los dedos, se colocó sus gafas de relojero, sacó sus
herramientas y le guiñó al reloj como diciendo: «tranquilo, todo irá bien».
Un par de horas más tarde, la puerta del dormitorio se abrió y Baldobino
corrió a preguntar qué tal fue todo. Miguel, el padre del reloj, lo
tranquilizó, aunque lo había pasado mal mientras lo reparaba, porque el reloj
no recordaba nada, ni siquiera quién era su padre. Le explicó que ya tenía
todas las piezas en su sitio, lo que indicaba que poco a poco iría
recuperándose y recobrando esa precisión necesaria para su trabajo.
—Que descanse unos días y luego que empiece a dar las horas.
—No se preocupe, don Miguel, así será.
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