Ayer no encontré mi tetrabrik de leche en la nevera. Tampoco me saludó la vecina de arriba cuando nos cruzamos en la puerta. Han vendido el ático que me gustaba y el cajero automático estaba fuera de servicio.
Desayuné un lánguido café frío en el bar de la esquina; y, por más que corrí,
no pude alcanzar el autobús
de las ocho, con lo que me tuve que empeñar al galope para llegar a tiempo a la oficina.
Mi jefe olvidó su cara
amable en alguna percha, y mis compañeros de trabajo andaban
tan atareados que ni siquiera
me pude desahogar con ellos. Se me rompió
el collar de piedrecitas que me regalaron por mi cumple y, encima, me di cuenta
de que me había dejado el móvil en casa.
A media mañana, un
cliente insatisfecho me vomitó en la cara todo tipo de quejas e improperios;
menos mal que se habían terminado
las etiquetas de «Váyase usted a la mierda»,
que si no... Además, entre los mensajes que recibí al correo, no encontré el que esperaba.
Por la tarde, me picó una avispa en el tobillo y se me fue la conexión a internet cuando
buscaba un hotelito de fin de semana para descansar.
Sin embargo, ocurrió
algo sorprendente, y es que comprendí que, sin mi permiso, nada de eso
conseguiría borrar mi sonrisa de piruleta.
Hace sol y he dejado volar
mi cometa.
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