jueves, 19 de diciembre de 2024

6.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 

6.- El secreto



 

—¿De verdad quiere escuchar lo que ocurrió? Nunca he hablado de ello.

—Claro que quiero. Vamos, empiece cuanto antes.

—Verá —comenzó el reloj—, mi padre es un prestigioso relojero. Se llama Miguel. Yo vivía con él y con mis hermanos en la tienda de relojes y éramos muy felices. Cada día, cuando se levantaba la persiana y entraba la luz del día a través de los cristales, todos nos queríamos un poquito más, ya que no sabíamos cuánto tiempo seguiríamos estando juntos antes de que apareciera un cliente a por alguno de nosotros. Una tarde se presentaron allí dos señores con abrigos negros y chisteras. Querían un reloj de pared que diera las horas con formalidad y no se despistara ni un segundo en su trabajo.

«Necesitamos el mejor reloj colgante que tenga. Es para la estación de tren de nuestro pueblo. Queremos que los trenes circulen con precisión y se guíen por él» dijeron.

—Mi padre les comentó que cualquier reloj de los que allí se exponía podría servir, porque todos marcaban las horas con precisión. «Aunque, si vuelven mañana, yo pasaré la noche ajustando la maquinaria de algunos relojes y comprobando cuál de ellos encaja mejor con lo que ustedes necesitan ¿Qué les parece?» —propuso mi padre. En realidad, lo que él pretendía era que le dieran tiempo y prepararme a mí para esa estación y para el futuro que me esperaba lejos de él y del resto de mi familia.

»Aquella noche, en la tienda, mi padre cocinó una tortilla de espinacas en una hornilla que guardaba en el cuartito del fondo, extrajo de la alacena uno de sus mejores vinos, levantó la copa y dijo: «Por tu futuro, mi pequeño gran tesoro». Aunque yo no pude brindar con él, soy un reloj.

—Claro, claro —dijo Baldobino, para que el reloj supiera que seguía la historia con interés.

»Terminada la cena, mi padre se lavó las manos, recogió todas las migas de pan esparcidas por el mantel y sacó un paño de terciopelo rojo que extendió sobre la mesa. —Ven aquí dijo mientras me colocaba con cuidado sobre aquel lienzo tan especial—. Antes de que tú y yo nos separemos, te voy a desvelar un secreto. —Y entonces me lo contó...

—¡Siga, siga! Qué interesante… —dijo Baldobino. Y la nieve, a la que también le gustaban los secretos, escaló un poco más hasta subirse en el banco donde descansaba nuestro viejo lagarto.

—Mi padre me recordó que el tiempo, esa magnitud física que permite ordenar los sucesos y establecer un pasado, un presente y un futuro, vive en los relojes; por eso mi trabajo es tan importante, y añadió: «Ahora te contaré el secreto que quiero compartir contigo y que se llama: Mejor que nadie. Verás, todos tenemos una habilidad única, algo que se nos da muy bien, nos gusta mucho y con lo que pasaríamos el día sin enterarnos. El secreto consiste en descubrir qué es eso que se nos da tan bien, perfeccionarlo y disfrutar hasta que se convierta en lo que tú sabes haces ¡mejor que nadie!...».

—¡Ay!, qué interesante —exclamó Baldobino.

El reloj contó a Baldobino que, aquella noche, a pesar de todo lo que su padre compartió con él y lo mucho que confiaba en su destreza, lo pasó muy mal, porque sentía miedo a lo desconocido y no quería separarse de su familia. Claro que, cuando aquellos señores lo colocaron en las paredes de la estación de Lentejilla, el reloj descubrió que, sin duda, dar las horas y contar historias era lo que él hacía «mejor que nadie».

─Por eso, desde aquel día, para no aburrirme, invento cuentos que luego comparto con las nubes viajeras, los trenes de paso, los mosquitos y los pájaros.

Baldobino, que desde que bajó del tren no había comido nada, empezó a notar un ruidillo extraño en la barriga, algo así como si tuviera una banda de músicos dentro: ♫,RkfTr, ♫ ♫, Rftr,krKftr, ♪.

—Oiga, señor Reloj, su historia me parece muy bonita e interesante. Espere un momento, voy a la máquina a comprar algo. ¿Le apetecen unas patatitas, un refresquito...?

—No, no. Muchas gracias —contestó el reloj.

Mientras se dirigía a por los aperitivos, Baldobino trató de averiguar qué sería eso que a él se le daba mejor que a nadie… ¿Arreglar el techo de la cocina?... ¿Jugar al ajedrez sin hacer trampas?... ¿Saltar a la pata coja?... A ver..., a ver...

De repente, en el silencio de la noche, se escucharon voces. Venían de la otra parte de la estación. Eran tres jabalíes borrachos que cruzaban las vías del tren en la oscuridad. Traían linternas, hacían payasadas y soltaban muchas palabrotas. Baldobino corrió a esconderse mientras observaba las barbaridades con las que se divertían los gamberros. Primero la tomaron con la máquina de los refrescos, a la que estuvieron dando patadas hasta que dejó de funcionar. Luego arrancaron la papelera de su sitio y la lanzaron a las vías del tren. Suerte que estaba oscuro y a él no lo vieron, porque Baldobino se sentía realmente asustado.

Al momento, se oyó un gran golpe, unas carcajadas y un montón de cristales rotos que caían al suelo.

«¡Ay! ¡El reloj!»... —pensó Baldobino.

En efecto, aquellos gamberros acababan de emprenderla con el reloj, que ahora se veía con la luna rota, las agujas dislocadas y algunos cables y muelles fuera de su sitio.

Baldobino, sin moverse, emitió un pequeño rugido mientras apretaba los ojos con fuerza. «¡Pobre reloj! Si me hubiera quedado con él, igual podría haberlo salvado...».

Allí, escondido, esperó Baldobino a que los malhechores se fueran, sin dejar de sollozar:

—¡No es justo!... ¡Pobrecito!... ¡No es justooo!...

5.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA



5.- 
¡Imposible!



 

—¡Imposible!” —dijo Baldobino—, los relojes de estación no hablan.

—Pues los lagartos tampoco —contestó el reloj. Y se quedó allí arriba, colgado en la pared, mirando el cielo como si le importara un pimiento lo que ocurriera a su alrededor.

—Perdone, perdone. No quería ofenderle —se disculpó Baldobino—. Es Nochebuena y yo tendría que estar en mi casa, calentito, jugando una partidita de ajedrez conmigo mismo y tomando mis tronchos de coliflor a la pimienta, están para chuparse una garra. Sin embargo, míreme. Y sacó su pañuelo para sonarse la nariz: ¡Hrrrfff! ¡Hrf! ¡Hrf!—. ¿A usted nunca lo han dejado tirado en la estación?

—Yo me quedo solo en la estación todas las Nochebuenas.

¡Cachys!, es verdad… —entendió Baldobino—. ¿Y usted no llora?  

—¿Llorar? ¿Para qué? Ocuparme de las horas todo el tiempo es mi trabajo —aclaró el reloj—. Además, la máquina de los refrescos también se queda sola; y la papelera…

—¡Cierto, cierto! dijo Baldobino, y añadió—: Ni siquiera me he presentado. Soy un lagarto, y me llamo Baldobino.

—Encantado de conocerle. Yo soy un reloj y me llamo Reloj.

—¿Usted no tiene nombre? —preguntó Baldobino inclinando la cabeza hacia un lado.

—Claro. Ya se lo he dicho, me llamo «Reloj».

—Pero todos los relojes son un reloj, como todos los lagartos somos lagartos. Sin embargo, se necesita un nombre propio que nos distinga y con el que los demás se puedan dirigir a nosotros.

—Pues eso. Yo me llamo Reloj para que no me confundan con la papelera que se llama Papelera, o con el tren que se llama Tren.

—Ah, bien —contestó Baldobino, pensando que aquel era un reloj muy extraño.

—¿Y quién dice usted que tenía que recogerle aquí? —se interesó el reloj.

—La verdad es que no lo sé.

—Ah, ¿ni siquiera lo sabe? —preguntó el reloj pensando que aquel era un lagarto muy raro—. ¿Y qué quiere hacer?

—Tendré que buscar un sitio donde pasar la noche. ¿Usted sabe de algún hotelito barato?

—Ni idea —dijo el reloj—. Yo lo único que conozco de este pueblo es la estación. Desde que llegué, nunca me he movido de aquí.

—Qué aburrido, ¿no? —dijo Baldobino.

—¿Aburrido? Qué va —contestó el reloj—. Uno solamente se aburre si no usa la imaginación. A mí fue lo que me salvó.

—¿Le salvó? ¿De qué?  —preguntó Baldobino intrigado.

—No quiero hablar de eso. Es una historia muy triste —contestó el reloj.

—Pues me gustaría escuchar esa historia, aunque sea muy triste. Total, no tengo nada que hacer en las próximas horas.

—¿De veras le interesaría saber cómo y por qué llegué a esta estación?

Baldobino sacó una mantita de su maleta, se tumbó en el banco y se tapó:

—¡Vamos! Empiece.

—Pues verá... —titubeó el reloj.

Y la nieve, acumulada junto al andén, se fue acercando poco a poco al banco donde descansaba Baldobino para no perderse ni una letra de aquella historia.


Continuará...

 

4.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 4.- Esperando al anfitrión

 


          La estación de Lentejilla recordaba a uno de esos lugares fantasmas de las películas de miedo, donde el viento mueve las bolas de rastrojos secos y todo parece deshabitado y gris. Al fondo, bajo el tejadillo, junto a la papelera rota, descubrió Baldobino un banco de hierro para sentarse. «Si al menos hubiera una cafetería cerca, tomaría un zumo de tréboles».

Pasadas las seis y media, nuestro lagarto, desesperado, se dio una vueltita por el andén. Detrás de una columna, en un extremo de la puerta de salida, había una máquina de bebidas y aperitivos un tanto desconchada. ¡Bah! ya ni siquiera le apetecía tomar nada. Lo único que quería Baldobino era saber por qué se retrasaban tanto en recogerlo.

Como no había nadie a quien quejarse de la falta de puntualidad de los demás, Baldobino se puso a silbar. Silbar relaja mientras esperas; claro que, si te pasas veinte minutos silbando, es que algo no marcha bien.

“¡Hojops!” …  “¡hojops!”...  “¡hojops!”, se escuchó de pronto.

¿Quién ha tosido? —preguntó Baldobino. Nadie contestó.

Al rato, por una de las esquinas, apareció Huga, la oruga encargada de la limpieza. Llevaba puesto su traje de faena verde ´fosfi´ y un gorrito a juego que la resguardaba del frío. En su carro traía el cepillo de barrer, el recogedor, la fregona, el cubo, botes, trapos y todo lo necesario para su trabajo de limpiadora. Baldobino se mantuvo quietecito y silencioso, por eso Huga se llevó un gran susto al descubrirlo.

¡Ay!, recórcholis, ¿se puede saber qué hace usted ahí con este frío?

Baldobino se levantó del banco, saludó a la oruga y preguntó: —¿Por casualidad no habrá visto usted a alguien con cara de estar esperando a un lagarto como yo?

¿Cómo dice?... preguntó Huga extrañada.

Nada, nada. Disculpe.

Oiga, señor lagarto  dijo ella—, vaya usted con ojo que, después de las siete, ya no circula ningún tren. Es Nochebuena, ¿recuerda?

Sí, sí. No se preocupe, vendrán a recogerme enseguida. Felices Fiestas.

¡Hmm! dijo Huga, y siguió con su faena. Baldobino, entretanto, la observó hacer su trabajo hasta que esta abandonó el andén.

¡Las siete!

Nada por aquí, nada por allá.

Cuando esos sitios se llenan de viajeros, y los trenes circulan sin parar, las estaciones son muy divertidas. En cambio, así de solitarias y con ese frío, resultan de lo más triste.

¿Y si no viniera nadie a recogerme?... ¿Y si me hubieran gastado una broma?... ¿Y si todo fuera mentira y lo único que pretendían era burlarse de mí?... Tengo vecinos de los que no te puedes fiar, pensó Baldobino, y se le encresparon las cejas.

Desde luego, si, como él imaginaba, aquello había sido un juego, una burla, un engaño, algo con lo que divertirse a costa de un pobre lagarto como él, la verdad es que no tenía ninguna gracia. ¡Incluso no estaría nada bien!

¡Ay!, qué tonto he sido. Sniff, sniff… Baldobino hizo pucheros para terminar con un sonoro llanto desesperado y amargo.

Buaaaaa...     Buaaaaa...     Buaaaaddd... 

Oiga, con llorar no se arregla nada  escuchó decir.

¿Eh...? ¿Quién ha dicho eso? preguntó Baldobino intrigado.

Se levantó del banco, se limpió los ojos en la manga y miró a su alrededor sin ver a nadie: ¿Me estaré volviendo loco? ¿Tendré fiebre? Se tocó la frente.

¡Eoooooooo! Aquí... Mire arriba... Estoy aquí, arriba...

Baldobino estiró el cuello y buscó allí donde le indicaba la voz y lo único que encontró fue el tejado de chapa que protegía el andén, del que colgaba un largo flequillo de nieve.

—¡Ay! Oigo voces. Mi cabeza está congelada y me estoy muriendo, seguro que me estoy muriendo se lamentó Baldobino.

No sea tan exagerado, que yo paso todo el invierno aquí y no me quejo de nada volvió a escuchar. Baldobino. Entonces, levantó de nuevo los ojos y descubrió de dónde venía la voz que se comunicaba con él en aquella estación.


Continuará...


3.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 3.- El viaje



 

Al día siguiente, después de comer, Baldobino sacó la basura al contenedor y se dispuso a repasar la maleta que había preparado unas horas antes. Veamos: una muda interior, dos toallas, la bolsa de aseo, un jersey, un pantalón, calcetines, dos pañuelos, el jarabe de amapola para la tos, las pastillas de rúcula para la circulación, el tablero de ajedrez con las fichas y el trofeo de fútbol que ganó en el colegio cuando era pequeño. ¡Todo listo!

Agarró la maleta y, antes de cerrar la puerta, echó una miradita al interior de la casa y se alegró de que, a su vuelta, lo encontraría todo limpio y en su sitio; además, por primera vez, pasaría la Nochebuena fuera de aquellas cuatro paredes frías y solitarias.

En la estación, lo primero que hizo Baldobino fue dirigirse a la vía de acceso: en cuanto abrieran paso, allí estaría él; el pri-me-rito.

Viajar en tren es divertido, puedes observar el paisaje, soñar y dejar que el pensamiento te lleve a cualquier parte.

Una vez acomodado en su asiento, el tren se puso en marcha. Al rato, cuando la máquina se abrió paso fuera de los límites de la ciudad, Baldobino se entretuvo en comprobar cómo la nieve cubría buena parte de los campos y cómo las montañas, a lo lejos, parecían gigantes serios y aburridos. Así, con una sonrisa nueva, Baldobino se dejó acunar en los bracitos del tren hasta que se quedó dormido.

«…Chaca, chaca - ¡Pi! ¡Pi! - Chaca, chaca...».

Después de un rato, algo lo despertó:

—¿Revistas?... ¿Perfumes?... ¿Chocolatinas?...

Se trataba de una iguana con corbata que empujaba un carrito.

—¿Me puede decir cuánto falta para llegar a Lentejilla? —preguntó Baldobino al empleado.

El chico-iguana consultó su reloj y dijo: —Exactamente queda una hora, cuatro minutos y treinta segundos…, veintinueve…, veintiocho…, veintisiete…

—Vale, vale. Muchas gracias —contestó Baldobino, y se volvió a dormir.

 

A eso de las seis, se escuchó el altavoz del tren:

«Próxima estación: Lentejilla. No olviden su equipaje. Gracias por viajar con nosotros y felices fiestas».

Enseguida Baldobino tomó su maleta, se abrochó el chaquetón hasta el cuello y miró a través de los cristales de las ventanillas por si descubría a la persona misteriosa y extraña que le esperaría en el andén. Qué raro, allí no había nadie. Incluso, el único pasajero que bajó en aquel lugar tan desamparado y solitario fue él. «¿Esto es Lentejilla?..., pues vaya sitio feo», pensó Baldobino, mientras colocaba su maleta en el suelo.

Tras unos minutos, el tren retomó la marcha.

«¡Pí, pí! ¡Chaca, chaca! ¡Pi, pí! ¡Chaca, chaca!¡Pi, pí! ¡Chaca, chaca! ….».

Y Baldobino observó cómo aquella máquina, compuesta de vagones, arrastrados por una locomotora y que circulaba sobre raíles, se alejaba hasta convertirse en un punto diminuto y oscuro que desapareció en el horizonte.


Continuará...


2.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 2.- La carta




¡Toc! ¡Toc!...  ¡Toc! ¡Toc… 

—¡Abra, Baldobino!. ¡Carta para usted!  Era Lina, la golondrina, que ya debería haber emigrado a un lugar más cálido; pero que tuvo que trabajar horas extras para el departamento de Correos debido a la gran cantidad de material que se acumulaba en las fiestas.

Afuera nevaba sin parar y los empleados del ayuntamiento despejaban el hielo de la calzada con unas máquinas enormes. Otros operarios, con escobas y palas, se ocupaban de las aceras. Por desgracia, la operación limpieza se llevó por delante el muñeco de nieve que habían fabricado los peques el día anterior.

¡Toc! ¡Toc!  ¡Toc! ¡Toc!  ¡Toc! ¡Toc!

¡Baldobino! Si no abre la puerta inmediatamente me moriré de frío y me tendrá que recoger con una pala —gritaba Lina tiritando de frío. Baldobino emitió un gruñido y soltó en el lavabo el cepillo de dientes con tanto genio que casi lo parte por la mitad.

─¡Uy, uy, uy, qué dolor! ─se lamentó el palo de plástico con mango y pelitos en un extremo.

La puerta se abrió y allí estaba Lina con sus ojillos de ciruela y su bufandita gris:

—Tenga, Baldobino, firme aquí…; aquí…, y aquí.  Rápido, que me estoy helando.

—Debe de ser un error —advirtió Baldobino—. Yo no conozco a nadie que me quiera enviar una carta.

—Oiga, cabezota, no me haga perder más tiempo. Mire, aquí lo dice bien claro:

D. Baldobino Regulón Babilla.

C/ Hierbamora, 3.

1212 El Gazpachillo.

—Sí, sí, soy yo, y es mi dirección. Vale, vale, traiga, que le firmo.

Lina le entregó la carta a Baldobino, amarró bien la bolsa, se colocó el bolígrafo en el pico y se despidió: —Hasta Mron-to, Mal-mo-mino. ¡Memices Miestas!

Nuestro lagarto entró en casa sin dejar de mirar aquel trozo de papel plegado que traía sus datos y que, sin embargo, nada decía del remitente. Qué raro...

Ya en la cocina, Baldobino buscó sus gafas de alambre, arrastró una silla y se sentó junto a la ventana. Miró la carta por un lado…, por otro…, y pensó: «¿Será para pedirme dinero...?, los hay que no quieren trabajar. Quita, quita, yo no abro la carta por si acaso». Y lanzó el sobre a la otra punta de la mesa. «¿Y si fuera una de esas rifas en las que te informan de que has ganado una moto y luego lo que pretenden es venderte una aspiradora? No, no. No te puedes fiar de nadie...». Se levantó pensativo y se puso a dar vueltas por la cocina. Una vuelta, dos, tres, cuatro… Se detuvo en seco, respiró profundo y dijo:

—Venga, salgamos ya de  dudas. —Y agarró la carta con decisión.

¡Ras!” “¡Ras! Rasgó el sobre y dentro encontró algo que no esperaba. Allí se veía un billete de tren junto a una cuartilla escrita que decía:

«Baldobino, si le apetece pasar la noche de Nochebuena en mi casa, le espero mañana en la estación de Lentejilla, mi pueblo, a las seis en punto de la tarde».

Ya está. Eso es lo que decía la nota. Sin nombre, sin pistas, sin nada de nada. Un billete de tren y una nota, ¿era todo? Sí, era todo.

—¿Ehh? —protestó Baldobino—. ¿Quién me mandará esto? ¿Y dónde carajos está Lentejilla? —se preguntó extrañado.

Por curiosidad —y porque tenía un mapa que le regalaron con un periódico—, Baldobino abrió el cajón del mueble, lo sacó y lo extendió sobre la mesa. Miró en la lista ordenada de todos los lugares que allí aparecían y buscó: Lentejilla… Lentejilla… Lente… ¡Aquí está! ¡Lentejilla! Y comprobó que su pueblo y ese otro de Lentejilla quedaban a unos doscientos kilómetros de distancia, lo que significaba que el viaje, si se decidía a emprenderlo, se le haría muy corto. «¿Por qué no…?», se dijo. Si alguien había sido tan amable como para invitarlo a su casa en Nochebuena, ¿qué más daba quién fuera?, había que ir.

Enseguida se colocó su chaquetón de borrego sintético, su gorro antinieve, sus botas y sus guantes. Abrió la puerta de casa y se fue de compras.

En los almacenes «Dinosaurus-Modas», encontró Baldobino algo para regalar al anfitrión o la anfitriona. Se trataba de una bufanda de rayitas rojas, blancas y azules que le gustó mucho. Le pidió al empleado que se la envolviera en papel de campanas y volvió a casa tan contento:

«Navidad, ♫♫♪ navidad, ♫♪ dulce navidad…».

Baldobino ya no gruñía por el frío ni le importaba que los pequeños lanzaran bolas de nieve a su ventana; tampoco le afectó que la tabla del techo de la cocina se hubiera desplomado sobre la mesa. Ahora, lo primordial era ocuparse del viaje y preparar la maleta.

 

Por la tarde, y cuando ya lo tenía todo listo, Baldobino decidió acercarse al bar de «Pepeconcha» y compartir la noticia con los vecinos y las vecinas que tomaban allí su aperitivo y que se alegraron mucho al verlo.

—¿Y dices que no sabes quién te ha enviado esa carta? —preguntó Rogelio, un camaleón de flequillo blanco y bigote.

—Pues no, no lo sé. Igual es una persona rica, que vive en una mansión con criados y todo, pero que se siente sola y quiere estar acompañado. Vete tú a saber...

—Oye, Baldobino, hay que tener cuidado con esas cosas; yo no me fiaría mucho —advirtió Clodina, una rinoceronta madurita y sensata, que en ese momento degustaba un pincho de césped.

—Baah, no hay nada que temer. Ya soy mayorcito je, je —contestó nuestro lagarto quitándole importancia al asunto.

Al terminar la velada, y como Baldobino había pasado un ratito muy agradable, le dijo al camarero que él pagaba la cuenta de todo. Y se fue derechito a casa pensando que compartir las pequeñas alegrías con los demás es como inflar un globo que se vuelve cada vez más entrañable y divertido.

Continuará...




martes, 17 de diciembre de 2024

1.- BALDOBINO Y LA CARTA MISTERIOSA

 1.- ¿Quién anda ahí?


 

El lagarto Baldobino odiaba las navidades. Odiaba quedarse en casa, tener que reparar la caldera y aguantar que las pequeñas salamandras, tortugas, dragonas y demás crías del barrio lanzaran pelotas de nieve a su ventana.

—¡Eh!, Baldobino, sal a jugar con nosotros. —¡Plof! ¡Plof!, y las bolas de hielo se estamparon contra los cristales.

Baldobino, entonces, se colocó su batín de lana gorda, abrió la puerta de casa y gruñó: —¡Os voy a meter en una olla de agua hirviendo! —Claro que no pensaba hacerlo, solo lo decía por asustar.

—¡Aaa-chisss! ¡Achisss! ¡Achisss! —estornudó Baldobino.

Nuestro lagarto gruñón rondaba los 20 años, que en el mundo de los lagartos es como ser muy viejo. Tenía los ojos saltones y una mandíbula a la que apenas le quedaban dientes. Su piel, reluciente y cubierta de sólidas escamas en otro tiempo, ahora se veía reseca y deslucida. Además, Baldobino era terco, cabezón, testarudo y todas esas palabras con las que podemos calificar a alguien que no piensa nada más que en conseguir todo aquello que se le mete en la cabeza, como vivir en una casa donde las tuberías se atrancan y donde las humedades se instalaban por los rincones.

Así, de un lado a otro, aburrido y sin nada en lo que emplear el tiempo, Baldobino pasó la tarde. Llegó la noche y se apagaron las luces del barrio.

¡Zzzz! ¡ZZZzzz! ¡zz! ¡Zzzz! ¡ZZZz!

De pronto escuchó un ruido extraño:

“Grss, grss, grrrrs”.

¿Quién anda ahí? —preguntó Baldobino con voz de ogro.

Agarró un palo, lo levantó en el aire y se dirigió a la cocina.

¿Será un ladrón?... No, no, las ventanas están cerradas y la puerta con llave.

Plin, plon, plin, plon… Avanzó nuestro viejo lagarto por el pasillo.

¿Será un fantasma? ¡Ufff!, no tengo nada con lo que deshacerme de los fantasmas… ¿Será una araña?... ¿Un ratón?... ¿Tal vez un elefante?... ¿Un escarabajo? ¿Un león?...   ¡Ay! ¡Mamitaaaaaaa! Cerró los ojos y ¡plaf!” prendió la luz de la cocina de golpe. El corazón le latía con fuerza y las garras se le encogieron del susto.

Vaya, solo era una tabla  que se desprendía del techo de la cocina.

¡Muaaaaaaaa! Todo me sale mal. ¡Que alguien me ayude!, por favor… ¡Muaaa! se quejaba Baldobino.

Y lloró.

Y lloró.

Y lloró tanto, que terminó por quedarse dormido mientras las lágrimas se colaban por un agujerito que encontraron debajo de la cama.

¡Plof!

¡Plof!

¡Plof!

 

Al día siguiente, algo inesperado y extraño embarcaría a Baldobino en una sorprendente aventura.

Continuará...