6.- El secreto
—¿De verdad quiere
escuchar lo que ocurrió? Nunca he hablado de ello.
—Claro
que quiero. Vamos, empiece cuanto antes.
—Verá
—comenzó el reloj—, mi padre es un prestigioso relojero. Se llama Miguel. Yo
vivía con él y con mis hermanos en la tienda de relojes y éramos muy felices.
Cada día, cuando se levantaba la persiana y entraba la luz del día a través de
los cristales, todos nos queríamos un poquito más, ya que no sabíamos cuánto
tiempo seguiríamos estando juntos antes de que apareciera un cliente a por alguno de nosotros. Una tarde se presentaron allí dos señores con abrigos negros y
chisteras. Querían un reloj de pared que diera las horas con formalidad y no se
despistara ni un segundo en su trabajo.
«Necesitamos el mejor reloj colgante que tenga. Es para la estación de tren de
nuestro pueblo. Queremos que los trenes circulen con precisión y se guíen por
él» dijeron.
—Mi padre les comentó que cualquier reloj de los que allí se
exponía podría servir, porque todos marcaban las horas con precisión.
«Aunque, si vuelven mañana, yo pasaré la noche
ajustando la maquinaria de algunos relojes y comprobando cuál de ellos encaja
mejor con lo que ustedes necesitan ¿Qué les parece?» —propuso mi padre. En realidad, lo que él pretendía era que le
dieran tiempo y prepararme a mí para esa estación y para el futuro que me
esperaba lejos de él y del resto de mi familia.
»Aquella noche, en la
tienda, mi padre cocinó una tortilla de espinacas en una
hornilla que guardaba en el cuartito del fondo, extrajo de la alacena uno de
sus mejores vinos, levantó la copa y dijo: «Por tu futuro, mi pequeño gran
tesoro». Aunque yo no pude brindar con él, soy un reloj.
—Claro, claro —dijo
Baldobino, para que el reloj supiera que seguía la historia con interés.
»Terminada la cena, mi padre
se lavó las manos, recogió todas las migas de pan esparcidas por el mantel y
sacó un paño de terciopelo rojo que extendió sobre la mesa. —Ven aquí —dijo mientras me colocaba con
cuidado sobre aquel lienzo tan especial—. Antes de que tú y yo nos separemos,
te voy a desvelar un secreto. —Y entonces me lo contó...
—¡Siga, siga! Qué interesante… —dijo Baldobino.
Y la nieve, a la que también le gustaban los secretos, escaló un poco más hasta
subirse en el banco donde descansaba nuestro
viejo lagarto.
—Mi padre me recordó que el
tiempo, esa magnitud física que permite ordenar los sucesos y establecer un
pasado, un presente y un futuro, vive en los relojes; por eso mi trabajo es tan
importante, y añadió: «Ahora te contaré el secreto que quiero compartir contigo
y que se llama: Mejor que nadie. Verás, todos tenemos
una habilidad única, algo que se nos da muy bien, nos gusta mucho y con lo que
pasaríamos el día sin enterarnos. El secreto consiste en descubrir qué es eso
que se nos da tan bien, perfeccionarlo y disfrutar hasta que se convierta en lo
que tú sabes haces ¡mejor que nadie!...».
—¡Ay!, qué interesante —exclamó
Baldobino.
El reloj contó a Baldobino
que, aquella noche, a pesar de todo lo que su padre compartió con él y lo mucho
que confiaba en su destreza, lo pasó muy mal, porque sentía miedo a lo
desconocido y no quería separarse de su familia. Claro que, cuando aquellos señores lo
colocaron en las paredes de la estación de Lentejilla, el reloj descubrió que, sin
duda, dar las horas y contar historias era lo que él hacía «mejor que nadie».
─Por eso, desde aquel día, para no aburrirme, invento cuentos que
luego comparto con las nubes viajeras, los trenes de paso, los mosquitos y los
pájaros.
Baldobino, que desde que bajó del tren no había comido nada,
empezó a notar un ruidillo extraño en la barriga, algo así como si tuviera una
banda de músicos dentro: ♫,RkfTr, ♫ ♫, Rftr,krKftr, ♪.
—Oiga, señor Reloj, su historia me parece muy bonita e
interesante. Espere un momento, voy a la máquina a comprar algo. ¿Le apetecen
unas patatitas, un refresquito...?
—No, no. Muchas gracias —contestó el reloj.
Mientras se dirigía a por los aperitivos, Baldobino trató de
averiguar qué sería eso que a él se le daba mejor que a nadie… ¿Arreglar el
techo de la cocina?... ¿Jugar al ajedrez sin hacer trampas?... ¿Saltar a la
pata coja?... A ver..., a ver...
De repente, en el silencio de la noche, se escucharon voces.
Venían de la otra parte de la estación. Eran tres jabalíes
borrachos que cruzaban las vías del tren en la oscuridad. Traían linternas,
hacían payasadas y soltaban muchas palabrotas. Baldobino corrió a esconderse
mientras observaba las barbaridades con las que se divertían los gamberros.
Primero la tomaron con la máquina de los refrescos, a la que estuvieron dando
patadas hasta que dejó de funcionar. Luego arrancaron la papelera de su sitio y
la lanzaron a las vías del tren. Suerte que estaba oscuro y a él no lo vieron, porque Baldobino
se sentía realmente asustado.
Al momento, se oyó un gran golpe, unas carcajadas y un montón de
cristales rotos que caían al suelo.
«¡Ay! ¡El reloj!»... —pensó Baldobino.
En efecto, aquellos gamberros acababan de emprenderla con el
reloj, que ahora se veía con la luna rota, las agujas dislocadas y algunos
cables y muelles fuera de su sitio.
Baldobino, sin moverse, emitió un pequeño rugido mientras apretaba
los ojos con fuerza. «¡Pobre reloj! Si me hubiera quedado con él, igual podría
haberlo salvado...».
Allí, escondido, esperó Baldobino a que los malhechores se fueran,
sin dejar de sollozar:
—¡No es justo!... ¡Pobrecito!... ¡No es justooo!...